Yo fui uno de esos niños raros a los que nunca les gustó el fútbol y que vivió con pesar una infancia y una adolescencia en las que tuve que aprender a sobrevivir sabiéndome diferente. Mis profesores de Educación Física, muy especialmente el que nos retaba durante el bachillerato a ser siempre hombres de verdad en las espalderas – “subid ese culo, mariconazos” - , completaron, junto a los sacerdotes y sus catecismos, una mala educación que me llevó a vivir un largo período entre el silencio de los armarios y la furia de la rebeldía. Supongo que fue justo ahí, en esos momentos tan decisivos en la forja de mi frágil hombría, cuando empecé a darme cuenta, no sé si del todo consciente, de que la masculinidad era una jaula, por más que el mundo en el que yo estaba creciendo representara el poder, el prestigio y la norma. Supongo que también, ya entonces, comencé a romper, de manera inconsciente, con las fratrías en las que mis compañeros de curso encontraban un territorio de reconocimiento y afirmación. También en esa época es cuando aprendí a refugiarme en el cine, en la literatura y en todos esos espacios creativos donde podía certificar que no había nada más humano y rico que las diferencias.
He pensado mucho en estos días en mi adolescencia mientras que el asunto Rubiales nos ha generado a tantas y a tantos sentimientos de rabia, indignación y vergüenza, pero también nos ha hecho reflexionar sobre lo que, más allá del sujeto y del contexto en el que se inserta, queda por hacer en unas democracias tan imperfectas desde el punto de vista de la igualdad. Una vez más, y supongo que como consecuencia de todo lo que he aprendido del feminismo y de las mujeres feministas, y del largo proceso de revisión del machito que llevo dentro en el que todavía ando, me he sentido interpelado como hombre y he escuchado dentro de mí la necesidad de comprometerme públicamente y de ser parte de ese horizonte de posibilidad por el que tantas compañeras llevan siglos peleando sin armas. Lejos de esos sentimientos de agravio y cabreo que lleva a muchos hombres a colocarse en una posición reactiva, a la defensiva, lo cual está siendo además usado en todo el mundo por una extrema derecha que ha convertido el antifeminismo en uno de sus pilares, he vuelto a colocarme delante del espejo y he tratado, estoy tratando, de descubrir cuánto de Rubiales sigue habitando en mí y hasta qué punto estoy siendo militante, desde dentro hacia afuera, en ese compromiso igualitario que los hombres deberíamos traducir en menos discursos políticamente correctos y en más praxis transformadoras en los espacios machistas que habitamos.
El caso Rubiales, que ojalá haya sido el detonante de un movimiento imparable, nos está ofreciendo muchas lecciones que todas y todos deberíamos escuchar, pero que muy especialmente los hombres deberíamos asumir de una vez por todas, de tal forma que al fin abandonemos la comodidad de los cómplices y nos incorporemos a la militancia de los honestos. Ello ha de empezar por aprender y aprehender que justamente la reacción tan positiva y generalizada que estamos viviendo es el resultado de un trabajo largo e insistente de las feministas. Son ellas las que han ido erosionando un modelo de convivencia todavía ferozmente patriarcal y las que han puesto el foco en realidades que durante siglos fueron invisibilizadas. Es decir, el feminismo ha sido y es la savia que está haciendo que del tronco común de la democracia y los derechos humanos broten nuevos espacios de tutela que tienen que ver muy especialmente con los cuerpos, la sexualidad y la autonomía de las mujeres. Esos terrenos sobre los que los hombres hemos desenvuelto durante siglos lo que Rita Segato llama “mandato de dueñidad”, el cual nos ha llevado a creernos los amos y señores de pueblos, territorios y seres humanos, muy especialmente de las mujeres, las eternamente disponibles para satisfacer nuestros deseos y necesidades.
Desde hace tiempo estoy convencido, de la misma manera que muchos y muchas colegas que trabajan y militan en estas cuestiones, que uno de los grandes retos de las políticas de igualdad en el presente siglo es justamente el trabajo transformador con los hombres. Un trabajo que no debería situarse en la ira del reproche penal ni en el látigo de discursos recios que generan los efectos contrarios a los deseados, es decir, que alimentan esas masculinidades conservadoras porque entienden que el cambio va a suponer pérdida de estatus y privilegios. Por supuesto que la transformación feminista implica que asumamos renuncias y responsabilidades, pero también es una llave emancipadora que nos va a permitir al fin liberarnos de esa jaula en la que se nos socializa para ser depredadores. Y para mostrarlo ante los demás. Como si todos aspirásemos a ser como el lobo de Wall Street.
Como también hemos podido constatar en estos días, estamos hablando de unos procesos que, más allá de lo estrictamente personal, han de incidir en la superación de unas estructuras de poder diseñadas por y para nosotros, así como en la necesidad de construir otros referentes simbólicos y colectivos que nos sirvan de espejo positivo. Para ello es esencial que rompamos con esos múltiples pactos mediante los cuales los hombres, de manera explícita o implícita, nos repartimos todas las tajadas del melón. Lo cual se traduce, como lamentablemente hemos visto estos días, en complicidades silenciosas, en aplausos vergonzantes y en cambios de posición que parecen guiados por la necesidad de arrimarse siempre al sol que más calienta. En esto sí que los hombres tendríamos que asumir un compromiso activista, militante, porque solo nosotros podemos quebrar esos pactos machistas, lo cual, insisto, nos exige colocarnos con frecuencia en el papel de traidores con respecto a las expectativas que la masculinidad diseña para nosotros. Sin esa incomodidad no hay cambio posible.
Ojalá lo tan intensamente vivido en este final de agosto sea el principio de un cada vez más amplio movimiento de hombres dispuestos a no ser como Rubiales ni sus secuaces, capaces de reconocer la autoridad y el poder de las mujeres, convencidos de que la clave de la igualdad no está en que ellas repitan nuestros esquemas sino que entre todos y todas pongamos las bases de otra manera de entendernos y relacionarnos. Un mundo en el que no solo haya cada vez más mujeres que puedan hacer realidad su sueño de ser por ejemplo futbolistas, con el mismo estatus económico y de reconocimiento que los hombres, sino también más chicos que no se sientan obligados a renunciar a la ternura o la fragilidad. Ese mundo en el que no solo una niña pueda soñar con ser presidenta de la Federación española de fútbol sino en el que también un niño tenga a Alexia Putellas, a Olga Carmona o a Aitana Bonmatí como referencia del ser humano que les gustaría ser.
PUBLICADO EN LA WEB DE LA REVISTA TELVA, 28 DE AGOSTO DE 2023:
https://www.telva.com/bienestar/2023/08/28/64ec4d5801a2f12d5f8b4590.html
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