“Respetado Señor, no es la Reina de Saba a quien Usted busca; Reina de Saba es sólo el nombre que Usted le ha puesto a todo lo que busca”.
Voy cumpliendo los años y la vida me va confirmando que soy un ser humano compuesto de cientos, miles, millones de teselas, que cuando mi madre me parió quedaron repartidas por el mundo. En mis viajes, incluidos esos en los que no necesito moverme de mi casa, he ido recuperando esos trocitos en los que me he ido reconociendo. Desde que hace ya muchos años, más de los que quisiera, estuve en Colombia, descubrí que en ese país de prosas, que pese a todo riman, residían buena parte de mis fragmentos. Nómadas entre la selva y las urbes, mojados por el sudor de la costa y con un olor entre dulce – de leche – y el imperativo del cilantro. Aunque siempre estoy planeando mi vuelta al país donde descubrí que vida y literatura eran lo mismo, no he dejado de habitar en sus milagros. Novelas, voces y gentes me han seguido susurrando ese castellano pulcro y hondo, el olor inconfundible de un tinto en medio de la calle y la capacidad inaprensible de quienes se reinventan en medio de la violencia. En Colombia y en su recuerdo aprendí que cuando no puedes ir a algún sitio lo mejor es dejarte llevar por el sueño o sentarte a escribir.
Fue en mi primer viaje a Colombia cuando descubrí a una de
esas escritoras que, desde entonces, forman parte de mi biografía, en ese
sentido entre físico y emocional que solo pueden entender quienes necesitan de
los libros para bregar con los días. Quienes forman parte de esa cofradía cuyo
lema es: “Soñar es mi forma de estar y escribir es mi forma de hacer”.
En aquellos lejanos días de 2004, cuando yo trataba de
asimilar el enorme dolor de la población desplazada por la violencia, Laura
Restrepo iluminó parte de ese camino con La multitud errante. Recuerdo
cómo en aquellas semanas compré y devoré sus novelas, que me parecieron siempre
escritas por una leona transfigurada en gacela. En este verano, tantos años
después, he tenido la gran fortuna de coincidir con la escritora y de que, al
fin, me escriba una dedicatoria con pluma violeta en ese libro lleno de tantas
heridas como anuncia la fotografía de Salgado en la portada. Fue en el curso
Ellas crean, organizado por la Universidad Pablo de Olavide en Carmona, donde
pude conversar, como si fuéramos viejos conocidos, con la autora de Olor a rosas invisibles. Además de escucharla en un diálogo que mantuvo con
otra de esas mujeres que miran el mundo desde las entrañas, Pilar del Río, y en
el que ambas me llevaron de la mano, como si fueran las damas de una boda
laica, a la última novela de la colombiana. Desde ese momento, he contado los
días y las horas que me quedaban para aterrizar en el Atlántico, mi Atlántico
carnavalero y plateado, para viajar a Yemen con la Canción de antiguos amantes. Ese lugar sacudido por “el coletazo de
un apocalipsis general, aunque Occidente pretenda cerrar los ojos e ignorarlo
con el pretexto de que le pilla demasiado lejos”. Seguimos, ay, sin entender,
“que es en lugares como éste donde se decide la disyuntiva global entre vida y
muerte”.
La última novela de Restrepo, en
la que de nuevo vuelve a jugar con las palabras como si lo hiciera en un juego
de seducción que a veces me recuerda al amor más romántico y que en otras me revuelca en un lago de sensaciones
casi orgásmicas, es de esas que es muy complicado explicar. Fruto de la
experiencia vivida con Médicos sin Fronteras en varios países africanos, la
escritora nos invita a un viaje que tiene mucho de La multitud errante, “ese animal
inmenso y de un millón de pies que avanza sin saber a dónde va”, y de La novia oscura, pero también mucho de la explosión apasionada
de Delirio o Pecado, y en el
que acabamos siendo, como el protagonista, estudiosos en busca del rastro de la
reina de Saba. Restrepo supera los límites
de la realidad y el mito, de la historia y de la fábula, como también sugiere
que lo hagamos con respecto a las identidades y los países, para contarnos no
una historia, sino muchas, que son las de tantas y tantas mujeres que continúan
siendo las más vulnerables entre los vulnerables. Las dignas herederas de la
reina de Saba que recorren desiertos, con sus hijos a cuestas, a la búsqueda de
un presente posible. El mito como razón épica y como arraigo en un pasado
glorioso.
Esta novela “de novelas” nos habla
de la dignidad que salta por los aires a fuerza de bombas, de las heridas que
provoca en la espalda el latido del explotador, de las huellas que hacen
kilómetros y de kilómetros de tantos seres humanos errantes y fatigados. Desiertos
en los que “la muerte yace como un leopardo tendido al sol”. En los que a falta de pies encontramos zapatos
y zapatos, esa reliquia con forma humana que aparece en cualquier lugar donde
ha habido víctimas.
La violencia que se vuelve de
género cuando azota el clítoris de las niñas, las espaldas de las esposas
sometidas y los sueños de las que querrían mirar más allá de la jaula.
Múltiples y terribles violencias que carecen de los adjetivos con que en
Occidente bautizamos los golpes del macho: obstétrica, sexual, económica,
psicológica, vicaria. Las fístulas como cicatrices por las que se escapa el
deseo. La violación como arma de guerra. Se viola para ofender,
para dañar, para deshonrar. Cientos, miles de hombres que no saben llorar
y que, sin embargo, hacen llorar a los demás.
Mujeres somalíes que le rezan a
Madonnas italianas: vulvas y almendras.
El origen del mundo, el secreto y el mito, el sacrificio y el altar. El
cruce de culturas como posibilidad frente al hacha del colonizador. Las guardianas de las costumbres bajo mil
telas de colores. Herederas de mujeres que siempre han tenido que luchar contra “las tres caras más
antiguas de la muerte: la tempestad, la soledad y la bruma”.
Hijas y nietas de Lucy, una deidad con más de tres millones de años a la
que pedir tutela frente un futuro incierto: “ay, ay, ay, mira que la vaina se está poniendo fea”. Las diosas como refugio frente a los
caudillos que hacen que los súbditos se arrodillen y “caigan en un círculo de
culpabilidad neurótica”.
Sin renunciar a la ironía, y ni
siquiera al humor, pese a la dureza de lo que nos está contando, y con
continuas referencias a la cultura contemporánea que hacen que salte una chispa
desde los renglones hasta quien lee, Laura Restrepo nos seduce con un caudal
inagotable de personajes e historias que se entrelazan con referentes como
Tomás de Aquino, Rimbaud o la mismísima Patti Smith. Es la propuesta atrevida y juguetona que nos
hace la autora y con la que hábilmente nos engatusa, nos lleva a su terreno,
que no es otro que el de la más pura literatura. La que suda como una piel
cansada, la que huele como la más feroz de las cicatrices abiertas, la que
embriaga con los perfumes que segregan los cuerpos enamorados.
El protagonista de esta prodigiosa
novela - ¡atención espoiler! – acaba perdiendo sus cuadernos y notas. De alguna
manera, Restrepo nos convierte a sus lectores en fieles guardianes de esa
memoria quemada, en continuadores de su obra entre ingenua y valiente de fabulador
solidario. Como, por otra parte, pasa con la buena literatura, en la que la
brillantez reside en el puente que quien escribe trenza entre sus palabras y
las que imagina la persona que las lee. Traductores y amantes. Conquistadores
de nuestro derecho a llorar en un ritual que nos permite sentir como propias
las desgracias ajenas.
Canción de antiguos
amantes, que no deja de desvelarnos horrores que no queremos mirar y tristezas
que no nos atrevemos a llorar, es un canto multiplicado contra los reyes y sus
tronos, contra los patriarcas y las ciudades que expulsan a sus mujeres, contra
quienes hacen del extranjero la espalda donde sellar su látigo. Un recordatorio
sublime de la proclama más bella de todos los tiempos: la
envoltura erótica externa, el misterio interior y la palabra borracha de
totalidad del Cantar de los Cantares. Una celebración de los pastores y
las pastoras que danzan, de las aguas donde los humanos se tocan unos a otros,
de los abrazos que vuelven cálidas las pieles de durazno y los pétalos de rosa.
De la movilidad y del nomadismo. Un recordatorio de que “solo sobrevive lo
que es móvil y liviano. Lo que es pesado sucumbe, porque se hunde en la tierra
en vez de correr sobre la arena”.
Todo renace y los cuerpos dejan de
tener género. Lo masculino y lo femenino se fusionan en la ductilidad propia de
los vegetales y las divinidades. Al fin, la búsqueda, el viaje, el encuentro y
el desencuentro, las fugas y los exilios como última razón del ser vulnerable
que somos. El renacimiento posible de los mitos que nos dan alas. La
reencarnación amorosa de las fuentes que nos sostienen. “Es cierto que no habrá mañana si los amantes no logran enlazarse”.
… Y mientras tanto, yo, un vulgar
aprendiz de casi todo, una suerte de antihéroe como el protagonista de Canción de antiguos amantes, leo, escribo y sueño. Buscando
también a la reina de Saba. Pata de Cabra y Alegría, mujer y hombre en un cuerpo de pez de ciudad. Un coleccionista de cuadernos.
“Tal vez merezco la
cuchufleta; mientras otros viven y luchan, se exponen al peligro, curan gente y
hacen historia, yo soy el que va detrás, anotando cosas en un cuaderno. Yo, Bos
Mutas, el buey mudo”.
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