El caso Rubiales nos está demostrando en estos días que la sociedad española ha cambiado mucho y para bien. La acción incansable de las mujeres feministas y el impulso político que ha situado determinadas cuestiones – como por ejemplo la centralidad del consentimiento en el abordaje jurídico de las violencias sexuales – en el debate público han contribuido a que actuaciones y comportamientos que hasta hace nada eran irrelevantes ahora devengan intolerables. Es lo más positivo que podemos extraer de unos acontecimientos que nos están demostrando, como si fuera la lección básica de un manual de estudios de género, cómo la masculinidad ha sido y sigue siendo un dispositivo de poder. Un artefacto cultural y político cada vez más erosionado y cuestionado, lo cual está provocando una reacción de hombres agraviados y cabreados. Una contestación que es parte central del discurso de la extrema derecha que avanza por todo el mundo y que encuentra un caldo de cultivo idóneo en unas redes sociales donde asistimos al crecimiento peligroso de eso que las expertas llaman “manosfera”. Un término con el que hoy nombramos a la misoginia de siempre que ahora se proyecta en las pantallas, en manos también de poderes masculinos.
Las reacciones de Luis Rubiales, y
muy especialmente cómo ha articulado su discurso en la Asamblea de la Federación
Española de Fútbol, responden fielmente a las exigencias de un mandato construido
sobre la idea de dominio y la negación de la subjetividad y autonomía
femeninas, así como necesitado del apoyo, en una especie de performance
que confirma y celebra, de la fratría. Así es como insistentemente en la larguísima
historia del patriarcado se han evidenciado eso que Celia Amorós denominara “pactos
juramentados entre varones”, de los cuales forman parte, como bien hemos visto
estos días, las complicidades silenciosas y las comodidades en las que
habitualmente nos hemos escondido los hombres, siempre beneficiados, con
distintas calidades eso sí, de unas relaciones asimétricas con las mujeres. El
ansia de dominio, que es también el deseo de sentirse propietario, se proyecta
singularmente sobre los cuerpos y la sexualidad de las mujeres. De ahí que ahí
esté todavía hoy una de las fronteras que marcan los estertores de un régimen,
el patriarcal, que se resiste a desaparecer.
El problema que tenemos pues con la
masculinidad, entendida como esa megaestructura cultural y política que nos
define personal y colectivamente, es un problema político. Y lo es porque tiene
que ver con el poder, con los (dis)valores asociados a ella y con los mecanismos
que durante siglos nos han mantenido a los hombres como la mitad privilegiada
de la Humanidad. Como los definidores de lo humano y los administradores de los
bienes y las oportunidades. Como los reyes de la casa y los príncipes de la ciudad.
Quienes habitualmente no hemos tenido ningún reparo en usar vilmente a las mujeres
como escudo o quienes hemos usado con frecuencia la estrategia de convertir a
las víctimas de sus desmanes en las mujeres fatales que han destrozado sus
vidas. De ahí que tampoco nos basten con soluciones individuales o con buenas
voluntades, sino que es urgente una transformación social que ponga el dedo en
las llagas de los poderes – incluidos, no lo olvidemos, los económicos, que son
los que de verdad mecen la cuna - y que
construya una cultura emancipadora: nada más y nada menos que lo que lleva
siglos persiguiendo el feminismo, ni el bueno ni el malo, el único, el que a su
vez se proyecta en cientos de ramas que parten del mismo tronco. Un horizonte
que solo será posible si, insisto, empezamos a quebrar esos pactos que nos
sostienen y alientan: una tarea que nos incumbe singularmente a quienes nos
beneficiamos de ellos en mayor o menor medida. Todo ello al tiempo que aprendemos
reconocer la valía y autoridad de las mujeres en cuanto sujetos equivalentes en
cualquier ámbito de lo humano, para las que no hemos de continuar siendo el
referente al que aspirar.
Además de todo lo anterior, el caso
Rubiales también nos debería hacer reflexionar sobre la necesidad de no confiar
siempre y en todo caso en que las soluciones puedan venir de la mano del
Derecho Penal. Por supuesto que si las actuaciones del personaje en cuestión
dan lugar a una denuncia y se abre un procedimiento, la ley deberá aplicarse con
todas sus garantías y consecuencias. Pero cuando hablamos de cuestiones que
tienen que ver con la cultura que habitamos y que nos habita, la respuesta tendría
que venir de la mano de la comunidad, de la reacción social y de los efectos
pedagógicos que pueden tener los límites y los frenos que se pongan desde el
ejercicio de las responsabilidades públicas. Unas sanciones, como por ejemplo
la retirada de apoyos económicos, que por tanto han de tener más valor por sus
consecuencias en los imaginarios colectivos que por el nivel de castigo que
supongan. Recordemos una vez más que nunca el Derecho Penal ha contribuido a
una mayor igualdad ni mucho menos a una mayor justicia social.
El caso Rubiales nos está enseñando, además,
que los hombres tenemos por delante un largo proceso de aprendizaje pero
también de desaprendizaje de todo lo que el machismo convirtió en referencias y
expectativas para nosotros. Un proceso que ha de ir acompañado de un compromiso
militante y público que, como mínimo, nos desmarque, como ya, al fin, han
empezado a hacer algunos futbolistas, de quienes siguen empeñados en imponer la
ley del más fuerte. Siempre que, claro está, este compromiso no obedezca a la
necesidad de cubrirnos con la gloria de lo políticamente correcto o de las “nuevas
masculinidades”, sino que responda a la necesaria cooperación que las mujeres nos
reclaman para hacer de éste un mundo mucho más justo e igualitario. Lo cual
pasa, sí o sí, por atrevernos a mirarnos en el espejo y empezar a desmontar al
Rubianes que, en mayor o menor medida, todos llevamos dentro.
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