Hay muchas cosas en la última película de Félix Viscarret que la convierten en una de las mejores producciones españolas que he visto este año. Todo en ella está urdido con inteligencia, sin que la dimensión emocional de lo que cuenta caiga nunca en lo melodramático o en los lugares comunes, y contando siempre con el humor que grieta que humaniza. Con un guion en el que no sobra ni una coma y con unas interpretaciones sobresalientes, sin que haya ningún actor ni actriz que no esté en su punto justo, Viscarret ha conseguido esa especie de milagro, cada vez menos frecuente en cine, consistente en trascender lo cotidiano, y que podría a primera vista parecer pequeño y particular, para convertirlo en universal. La gran fuerza narrativa de Una vida no tan simple consiste precisamente en esa capacidad de ponernos delante un espejo en el que nos reconocemos, y en hacerlo sin pretensiones moralistas ni con el objetivo de dar lecciones, sino simplemente de contar y recrearse en esos pequeños dilemas, no tan pequeños en realidad, a los que la vida nos enfrenta a diario.
Una vida no tan simple, que pone el foco en dos amigos y colegas de unos 40
años, arquitectos que no se encuentran en un buen momento profesional, y que,
cada uno a su manera, trata de lidiar con una realidad crítica: la de unas
vidas que están lejos de responder al horizonte de perfección y felicidad con
el que soñaron. En este sentido, sus vidas, y esa es una de las evidentes
metáforas de la película, están lejos de responder a esas líneas medidas y
compensadas de sus proyectos arquitectónicos. Son hombres sin brújula y sin capacidades
para diseñar un plano que les permita construir pilares sólidos, espacios abiertos
y luminosos, intimidad y ventanas, habitaciones espaciosas y lugares de
encuentro. En este sentido, la película de Viscarret nos ofrece un estupendo
relato de cómo los hombres, muy especialmente los hombres, vivimos una serie de
malestares que derivan, entre otros factores, de cómo nos vendieron la promesa
de convertirnos en hombres de verdad. Los personajes de Isaías y Nico, pero muy
especialmente el de Isaías, están en ese precipicio que les obliga a resituarse
en un momento en el que no pueden seguir cifrando su realización en lo profesional,
en el que otros aspectos de sus vidas – el amor, la familia, lo relacional en
definitiva – les plantean la necesidad de equilibrios para los que nunca fueron
educados. Los dos, aunque lo expresen y vivan de distinta manera, son dos tipos
inmaduros, emocionalmente inmaduros, unos niños que de repente empiezan a darse
cuenta de que ser adulto es andar sobre una especie de cuerda floja permanente.
En el caso de Isaías, encarnado con todas sus aristas y sutilezas por un magnífico Miki Esparbé, y al que vemos como un padre corresponsable, presente en el cuidado de sus hijos, entregado a tareas domésticas tan mecánicas y aburridas como ordenar la ropa, tiene a su lado a una mujer que, dándole la vuelta al relato, es la que tiene un trabajo estable, con un buen sueldo, a la que vemos pisando con seguridad sus itinerarios diarios y a la que el relato ya no sitúa en el esfera de la dependencia. Las tensiones entre ellos están muy bien trazadas en la película porque nos muestran otro contexto familiar, donde los roles de género se resquebrajan y en el que me temo que todavía nosotros, los tíos, somos los que andamos más que despistados. En este caso, afortunadamente, no vemos a un hombre que se escaquea, que es una de nuestras especialidades, sino a un cuarentón que naufraga porque, a mitad de la singladura, empieza a darse cuenta de que no le habían explicado bien cómo llevar el timón. Aprender y desaprender. Esa es la fisura en la que Isaías se encuentra. Como también en ella se halla Nico, interpretado por un Alex García que con inteligencia le da una vuelta a lo que proyecta su físico, si bien en este caso lo que encontramos es un ejemplo de manual de esas masculinidades que se empeñan en amar sin saber hacerlo. Una suerte de Peter Pan que, bajo la muscultura, apenas sí esconde escombros y libros sin abrir.
Viscarret completa la historia, además de con unos
secundarios que merecen todos los premios (Ramón Barea, Julián Villagrán), con
dos personajes femeninos que también rompen esquemas tradicionales. La
estupendísima Olaya Caldera es el
contrapunto necesario de un Isaías desnortado. Ainhoa, que así se llama su
personaje, es una profesional exitosa, una mujer autónoma y luminosa que no
deja de tender puentes, de escuchar y de cuidar, pero no la vemos hacerlo desde
el rol tradicional de esas señoras entregadas y enamoradas que tantísimas veces
nos ha mostrado el cine. En ella vemos una evidente evolución, y conquista, de
muchas mujeres que se han reinventado mientras que nosotros continuamos siendo
torpes hasta para aparcar. De la misma forma, el personaje que interpreta una
sorprendente y estupenda Ana Polvorosa, nos ofrece también una vuelta de tuerca
a los tópicos que tantas veces hemos visto en este tipo de historias. Ella es
la madre de otro niño del colegio al que van los hijos de Isaías y con la que
éste entabla una relación a la que resulta muy complicado ponerle adjetivos.
Sonia, que es pelirroja y atractiva como lo fueron las femmes fatales del cine
clásico, es una de esas mujeres que están sobrepasadas por la maternidad, que viven
entre el síndrome de la impostora y un mal digerido y excesivo sentido de la
responsabilidad, que se hayan atrapadas y que no consiguen ver el nacimiento de
unas alas en sus espaldas. La historia de ella e Isaías, que el guion resuelve
con aparente sencillez pero con una profunda carga de espejos que tropiezan y saltan
en pedazos, es otro de los aciertos de una película que, al fin, nos habla a
través de sus personajes en crisis de todo un modelo de vida, el nuestro, que
hace aguas, en cuanto que en lugar de superar las claves tradicionales no hemos
hecho sino parchearlas para que deje de haber, aunque solo sean momentáneamente,
fugas. Todavía sin haber aprendido que necesitamos otra arquitectura de
nuestras existencias, que ponga la vida en el centro y que sea capaz de diseñar
hábitats en los que ser eternamente aprendices no sea un demérito sino una
ventaja. En ese equilibrio bello e inestable que supone atravesar las avenidas
sobre patines con un brillo dorado sobre los hombros.
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