Fui al cine sin muchas expectativas. Tras el capricho absurdo de La voz humana, y el drama impostado y acumulativo de Madres paralelas, no esperaba mucho del nuevo trabajo de Almodóvar. Hace tiempo que sus historias me dejan indiferente, tal vez porque les veo todas las costuras y porque en ellas la forma acaba engullendo a la sustancia. Quizás también porque el cine del manchego ha ido perdiendo ese punto disruptivo y hasta provocador que a muchos espectadores nos removió en nuestra juventud de frágiles disidencias. Sin embargo, su Extraña forma de vida, pese a sus limitaciones, ha vuelto a interesarme, me ha permitido vislumbrar algunas miradas que sí que me conmueven y, lo mejor, me ha dejado con ganas de más. Con ganas de un largometraje en el que hubiéramos podido recorrer todo el itinerario de Jake y Silva. Quizás esta frustración sea lo mejor y lo peor del mediometraje. Lo que me haga amarlo y odiarlo al mismo tiempo.
Aunque los hombres han sido protagonistas del cine de Almodóvar solo de manera excepcional – La ley del deseo, La mala educación, Dolor y gloria - , en todas sus películas ellos han sido los dueños del relato, incluso en su invisibilidad. Ellos han sido siempre los que han tejido y destejido las vidas de mujeres al borde del ataque de nervios, abandonadas, despechadas, entregadas al amor, incapaces de emanciparse de una cierta concepción misógina de la feminidad. Como he escrito en varias ocasiones, la filmografía de Almodóvar nos ofrece todo un repertorio de eso que Marcela Lagarde llamó “los cautiverios de las mujeres”, pese a que él se empeñe en ponerle a sus mujeres camisetas con eslóganes del 8M. Su obra es la propia de un genio masculino que mira a las mujeres con ojos androcéntricos y muy generizados, en la que siempre somos los varones quienes llevamos las bridas del relato.
De acuerdo con este hilo, podría parecer hasta lógico que el director de Laberinto de pasiones se adentrara en el territorio del western. Sin duda, el mejor contexto para desarrollar su percepción de unas masculinidades que, pese a ocupar la centralidad del mundo, son enormemente frágiles y en muchos casos viven atrapadas en la jaula de su virilidad. Este imaginario ofrece muchas vías narrativas a un director que, como bien nos ha explicado Alberto Mira, ha hecho del deseo, de los deseos diría yo, el eje de sus historias. Y entre ellos, claro está, los prohibidos, los ocultos en una sociedad largamente homófoba, esos en los que incluso él, un cineasta tan aparentemente valiente, no se regodea con una mirada homoerótica. Tal vez, como de nuevo nos sugiere Mira, porque el manchego es de una generación de hombres discretos, acostumbrados a los visillos y que esquivan en sus representaciones los cuerpos como territorio impúdico y deseable. Solo en el presente siglo encontramos en las películas de Almodóvar una cierta superación de esa barrera. De esta manera, es fácil encontrar una evidente conexión entre el trasero del Enrique, el hombre de cuerpo perfecto y bellísimo de La mala educación interpretado por Alberto Ferreiro, y el de Pedro Pascal que en Extraña forma de vida es la única rendija que el director abre a una mirada homoerótica. Como el mismo Pedro ha manifestado, no le ha interesado mostrar explícitamente la sexualidad ni el deseo, haciendo de los paréntesis no vistos, y como es tan habitual en su cine, un hecho narrativo más. Por el contrario, ha preferido mostrarnos a unos hombres que se secan el cuerpo tras el baño, que hacen la cama juntos, que buscan calzoncillos pulcramente blancos en la cómoda, que amanecen y que hablan de lo que sienten y de lo que temen. Algo nada habitual en la construcción de una masculinidad basada en la acción, en los silencios profundos, en el autocontrol y en la ira. El poder del perro.
Como es habitual en toda su filmografía, en Extraña forma de vida todos los detalles están cuidados con mimo. Los interiores, la iluminación, por supuesto la música de Alberto Iglesias, esos cuadros con apenas movimiento que son algunas escenas en la casa del sheriff, incluso los exteriores, que recrean el estilo del mejor western, evidencian esa obsesión del manchego por el sentido narrativo de todos los detalles. De esta manera, el mediometraje nos seduce y nos hace entrar sin dificultades en el periplo emocional de los protagonistas, también en la arquitectura de sus deseos y por todo ello lamentamos que todo se resuelva en treinta minutos. Sobre todo porque la historia nos deja una clave que abre futuro: dos hombres en un rancho dedicados a cuidarse. De repente, el cineasta al que tantos peros le he puesto desde una perspectiva de género da un salto en forma de interrogante y nos hace pasar de la violencia de los disparos a la posibilidad de las caricias. A un deseo vivido desde los cuerpos de hombres maduros y que no tienen más remedio que asumir y reconocer su fragilidad. En ese lugar donde una mirada, un guiso, unas sábanas, una cura o una ropa bien planchada pueden ser tan eróticos como un beso robado bajo una fuente de vino. Como también lo es la fragilidad de Manu Ríos haciendo el playback de Veloso, que es también una ventana abierta al deseo fugado y contemplado del manchego, y que ya nos anuncia desde el inicio que la historia no va de machotes a caballo, sino más bien de hombres solos ante el peligro de su propia vulnerabilidad. Esa que Ethan Hawke nos transmite con desgarro contenido.
Extraña forma de vida, que bien podría haber sido algo así como el reverso de Brokeback Mountain, nos deja el estupendo sabor de boca de ser capaces, en cuanto espectadores hombres, de mirarnos en unos Jake y Silva que siempre han sido, como John Wayne que está en los cielos, como cualquiera de nosotros, víctimas de nuestra masculinidad. Eso sí, el gran error del manchego, que no sé si habría subsanado con un mayor metraje, es suponer que nuestra forma de vida puede dejar de ser extraña en un mundo sin mujeres. O en un mundo donde ellas solo son las putas o las sirvientas. Nos quedamos con las ganas, pues, de saber si el director de Todo sobre mi madre se desmarca de una cierta misoginia gay que sueña con un mundo en el que nosotros, los putos amos, siguiéramos dándonos de bruces con nuestras fantasías de invulnerabilidad. Como esos caballos del final dando vueltas sin parar en un círculo vicioso.
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