Me dice mi amiga Itziar que a ella nunca le han gustado las series de ricos. A mí tampoco. Siempre me ha costado ponerme en la piel de esos personajes que nadan en la abundancia, que son tan ridículamente felices y de los que acaba saturándome tanto brillo y esplendor. De hecho, recuerdo que empecé a ver la primera temporada de Succession y la abandoné. Tiempo después, supongo que en uno de esos períodos de sequía tan penosos para un adicto a las series como yo, la retomé y me fui, no sin esfuerzo, adentrando en el universo de los Roy. Tanto que ahora, que acabo de terminar su última temporada, siento un enorme vacío, uno de esos estados de ánimo rarunos que me sacuden cuando llego al final de algo que me ha entusiasmado. Porque debo decir que, pese a las reticencias iniciales, y pese al interés desigual que han suscitado en mí las distintas temporadas, la serie me ha tenido frente a la pantalla inquieto y con frecuencia cabreado, expectante y pensativo, agobiado a veces ante la velocidad e intensidad de los diálogos, pero entregado al fin a una historia que deja al descubierto tantas miserias. De esas que con frecuencia no nos atrevemos a mirar en nosotros mismos (¿y si mi fascinación por Roman tuviera que ver con mis propios demonios?, me pregunto tras una conversación con mi amiga Marta Jiménez).
No creo que nadie pueda negar la excelencia técnica del producto, ni lo afilado de sus guiones ni mucho menos la brillante interpretación de todos y cada uno de sus intérpretes. Es posible que, como apuntaba hace unos días Sergio del Molino, el conjunto peque de una cierta frialdad, en cuanto que la perfección de la manufactura esquiva los elementos tan humanos de la imperfección y las emociones. En este sentido, es evidente también que la serie encaja a la perfección en una época en la que estamos tan habituados a consumir producciones milimétricamente pensadas para generarnos adicción y para, de alguna forma, conseguir que siempre veamos en terceros y no en nosotros mismos los vicios que nos corroen. Para ello es necesario una distancia justa entre lo narrado en la pantalla y las experiencias personales, de tal manera que la empatía no llegue a producirse, y si se produce lo haga siempre con cautela y sin que llegue a calar en nuestros pechos. Sin embargo, a mí el "el producto" me ha inquietado.
Son muchos los hilos que podríamos sacar de las cuatro temporadas de las serie. Ahora bien, nada que ya no estuviera en la mitología clásica, en el Antiguo Testamento, en las tragedias de Shakespeare o en clásicos del cine como "Ciudadano Kane" o "El político". Lo interesante en este caso es que todas esas pasiones se llevan al momento del capitalismo de pantallas, en el que esos "poderes salvajes" de los que habla Luigi Ferrajoli han puesto en jaque las garantías propias de los Estados de Derecho. Hay pues en la serie todo un hilo argumental que nos permitiría unas interesantes reflexiones a politólogos y constitucionalistas sobre cuestiones tan hirientes como las ilimitadas e incontrolables corporaciones transnacionales, sobre la afectación del monopolio de los medios a libertades básicas como la de expresión y la de pensamiento o sobre cómo incluso los procesos electorales, base de la legitimidad de nuestras democracias, acaban siendo una pieza más en el ring de los todopoderosos. En este sentido, lo más doloroso y cruel de Succession es la evidencia de cómo vivimos en una especie de farsa democrática, en la que la conquista formal de determinados derechos, por otra parte cada vez más en precario, apenas consigue ocultar ya que es realmente una oligarquía la que mece la cuna. Todo ello, claro está, en un contexto de progresiva domesticación del personal, tan entregado, sin ir más lejos, al visionado adictivo de contenidos audiovisuales que nos aíslan de la comunidad y que incluso acaban consumiendo las energías que deberíamos invertir en lo que está hirviendo de puertas hacia afuera.
Pero si por algo me ha impresionado e interesado la historia de los Roy es por el retrato tan incisivo y acertado que nos ofrece de la masculinidad... y de las masculinidades. Es decir, en Succession encontramos un repertorio perfecto de hombres que responden a los cánones de la virilidad hegemónica, atrapados en la coraza de su ser omnipotente, en gran medida estreñidos emocionales y volcados en un orden social y político, y por supuesto económico, que se sustenta sobre su carácter de depredadores. Los dueños del mundo. Todos y cada uno de los hermanos protagonistas, pero también los tipos que vemos alrededor, nos dan muchas claves de un modelo basado en el autocontrol y en el control de los otros, en dinámicas violentas y excluyentes, en permanentes pulsos dirigidos a dejar claro quién la tiene más grande. Puro y duro patriarcado, pero también puro y duro neoliberalismo, hermanos ambos gracias al homo economicus que hoy sigue siendo el referente, la savia de un poder continúa siendo una suerte de club exclusivo y excluyente, en el que, como comprobamos en la serie, a las mujeres les resulta complicado acceder y permanecer en él. Las esposas despechadas, las amantes, las secretarias, las resuelve entuertos, las gestoras, las relacionales, las ayudantes de producción. Todavía hoy al margen de esos pactos de varones que, en muchas ocasiones, aunque formalmente las incluyan, acaban por dejarlas fuera. Y, en el mejor de los casos, como sucede en el final de la serie, cumpliendo el papel que siempre se esperó de ellas. Las mujeres como pieza clave en la continuidad del linaje masculino. Pura y dura violencia simbólica, que diría Bourdieu. Es aquí donde el título de la serie cobra todo su sentido patriarcal. En este sentido, el personaje de Shiv, la hija del magnate, una "marioneta embarazada", no puede ofrecernos mejor representación de cómo al final ellas, aún dotadas, como es el caso, de una sobresaliente inteligencia, acaban con frecuencia en un espacio de subordinación que paradójicamente sostiene a hombres mediocres. Todo ello sin entrar en el análisis de cómo en la temporada final el embarazo de Shiv está siempre presente como un obstáculo y como una trampa.
De las cosas más terribles que nos muestra Succession es que la masculinidad no es solo una determinada identidad que necesariamente es plural al proyectarse en todos y cada uno de nosotros, sino que es más bien, como dice Iván Jablonka, "una megaestructura de pensamiento". Un orden cultural y político que sigue marcando las reglas de juego y, muy especialmente, las dinámicas de poder. Un escenario ante el que las conquistas democráticas acaban siendo tan débiles porque el mandato de dueñidad, como lo llama Rita Segato, arrasa con cualquier posibilidad ética. Desde la posición de dueño es imposible construir relaciones de horizontalidad. Reina pues la asimetría y la jerarquía. Y lo terrible es que en las sociedades formalmente iguales que habitamos estamos planteándole a las mujeres que solo si se convierten en hombres podrán sobrevivir y, con suerte, triunfar en el ámbito público. Desde este punto de vista, la masculinidad continúa siendo la fantasía que teje el tapiz, en un perverso juego que nos permite entender por qué las mujeres continúan encontrando tantos obstáculos para convertirse en seres autónomos. Ahora, además, tratamos de convencerlas de lo maravilloso que es para ellas convertirse en empresarias de su cosificación.
Estamos pues ante una cuestión radicalmente política, que exigiría una revolución más que una rebelión, y que necesariamente pasaría por curarnos de esa hombría que tan jodidos tiene a Roman, Kendall o Tom. Todo ello al tiempo que hacemos estallar por los aires un sistema en el que la activación de los deseos y el narcisismo creciente no hacen sino alimentar al dinero que fluye en clave de logaritmos y transacciones digitales. Un mundo tecnológicamente endiablado pero en el que seguimos creyendo que la coraza de la masculinidad nos convierte en superhéroes, aunque en el fondo estemos tan jodidos como los hombres de Succession. Esa serie que no ha hecho sino encender mucho más mis ánimos en esta primavera ferozmente electoral.
Publicado en Diario Público, 8 de junio de 2023:
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