No creo que nadie pueda poner en duda el peso de Juan Mayorga en el teatro contemporáneo. Podrá gustar más o menos, pero es indudable su inteligencia, su aguda mirada sobre la realidad y su capacidad, entre otras cosas, para poner en evidencia las enfermedades que nos aquejan. El mago, que como él mismo confiesa surge de una experiencia personal y decepcionante con el mundo de la hipnosis, vuelve a ser una muestra de cómo el escenario puede ser una representación perfecta de nuestros miedos, de nuestras miserias y, en definitiva, de todo aquello que no queremos ver. Lastrada por un texto que alarga en exceso la anécdota de la que parte, y tal vez necesitada de una mano que le dé más impulso a una dirección - el mismo Mayorga pone en pie su texto y puede que eso juegue en su contra -, que acaba siendo demasiada plana, la obra remonta gracias al trabajo excepcional de las actrices y de los actores. Son ellas y ellos, con esa mezcla tan humana de fortaleza y debilidad que exhiben ante el público, quienes hacen posible el milagro de que los espectadores nos sintamos interpelados. Como si estuviéramos mirándonos en el espejo que por cierto ocupa un lugar central en la puesta en escena. Porque, como siempre, Mayorga acaba también lanzando mensajes sobre lo que implica el teatro o, mejor dicho, la representación. Algo que tiene que ver, claro está, con la vida, con nuestras vidas.
En un momento de la obra, uno de los personajes dice algo así como que estamos "enfermos de realidad". Esa es la clave de El mago, una llamada de atención sobre ese pozo hondo y oscuro con frecuencia en el que nos hunden los días y del que solo conseguimos salvarnos con la imaginación. La imaginación que es por tanto cultura, que es creativa, que es todo lo contrario a seguir las pautas que otros marcan por nosotros. Frente a la domesticación de los líderes que nos hipnotizan, frente a la manipulación de los medios y las redes, solo nos queda una escapatoria: convertirnos nosotros mismos en los artífices de un mundo en el que sea posible volar.
Hay pues en El mago, aunque tal vez diluido por un exceso de palabrería, una múltiple advertencia sobre el mundo que vivimos. Buscamos con ansia en ocasiones escapar, buscar otra realidad, y el problema es que en la mayoría de las ocasiones solo cambiamos de hipnotizador y no nos agarramos a la valentía de ser dueños y dueñas de nuestro destino. El miedo y la cobardía que nos hacen seguir en la misma casa, en el mismo matrimonio, en el mismo balcón. Soñando con la magia que siempre pensamos que está afuera. Al final, acabamos siendo ese conejo muerto que salta de un lado a otro a la espera de que lo cocinen.
La puesta en escena de este texto que es juguetón y complejo, aunque como he dicho antes, tal vez demasiado centrado en su propio discurso, consigue que nos removamos en los asientos, aunque solo sea puntualmente, gracias a que María Galiana, que nunca ha sido santa de mi devoción pero que aquí está más que correcta, José Luis García Pérez, Ivana Heredia, Julia Piera y Tomás Pozzi encajan a la perfección en el baile de verdades y mentiras. Y junto a ellos, y por encima de todos y todas, Clara Sanchís, la Virginia Woolf de nuestros escenarios, que una vez más demuestra que por sus venas corre sangre de mil escenarios y que consigue crear su personaje "desdoblado" con todo su cuerpo. Una especie de clown, consciente de que no solo su voz, sino también sus piernas, sus brazos y hasta su pelo rizado actúan para comunicarnos algo. Cualquier función en la que esté ella tiene un plus de magia, esa con la que solo saben hipnotizar quienes viven el escenario como un ritual creador y político. Ese ritual que Mayorga en esta obra ha querido convertir en un aviso de lo mucho que duele estar prisioneros de la realidad. Despierten, por favor.
El mago, Juan Mayorga
Gran Teatro de Córdoba, 5 octubre 2019.
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