El cine de Daniel Sánchez Arévalo siempre ha tenido como uno
de sus ejes de referencia la incapacidad de los hombres para gestionar nuestras
emociones – Primos, La gran familia española – y, casi como contrapartida,
la vindicación del cuidado como una herramienta desde la que construir otro
proyecto de subjetividad masculina – Azul oscuro casi negro. Su última
película, Diecisiete, rodada sin grandes estrellas y con una apariencia
engañosa de pequeñez, retoma buena parte de ese relato y lo convierte en una historia
hermosa de dos hombres jóvenes que, más que a perder, aprenden a quererse. Esta
road movie en la que acompañamos a dos hermanos por un viaje no solo físico
sino también emocional, nos muestra a dos tipos, Héctor e Ismael, que de
distintas maneras no son capaces de lidiar con todo lo que bulle dentro de ellos. El primero, cercano a la mayoría de edad, y que lleva dos años
interno en un centro de menores, porque no ha sido capaz de salir de sí mismo y
proyectar todo su enorme potencial, intelectual y afectivo, en los otros. El
segundo, porque ha estado siempre condicionado por un papel excesivo de padre
que no le correspondía y que le ha llevado a poner siempre la cabeza por
delante del corazón. Los dos, cada uno a su manera, son seres incompletos, infelices,
desnortados. Diecisiete es la historia de cómo ambos se quitan las
máscaras y se reencuentran.
El hecho de que Héctor consiga
salir de sí mismo gracias al aprendizaje que para él supone cuidar de un perro
es la llave lúcida con la que Sánchez Arévalo nos da una hermosa lección sobre
la ética del cuidado. Sobre los vínculos amorosos que nos unen al resto de
seres vivos y a la Naturaleza en su conjunto. La misma lección que está presente
en la luminosa relación que el joven mantiene con su abuela moribunda, otra de
las protagonistas de la película, aunque apenas ni hable ni reclame el foco.
Ella es, en su estado terminal que acaba albergando esperanzas, la llave que en
gran medida hace que los dos hermanos se alíen en su singular aventura y, por tanto,
el espejo en el que como hombres se miran para reconciliarse con su lado de
humanidad al que con poca frecuencia habían escuchado. Una abuela que podría
ser la nuestra, la de cualquiera de nosotros, las que representan en el siglo XXI la
frontera del bienestar y de la vida buena.
Con un guión lleno de diálogos brillantes
pero sin parecer impostados, y con unas interpretaciones de premio (los merece
todos el joven Biel Montoro, pero tampoco desmerece un Nacho Sánchez que tanto
me recuerda a un Tosar rejuvenecido y con pelo), Daniel Sánchez Arévalo ha
conseguido una de sus mejores películas. Entre otras cosas, porque sin grandes
estridencias, sin golpes de efecto, con solo la fuerza de unos personajes y una
historia muy auténticos, es capaz de emocionarnos. Y debería hacernos pensar muy especialmente a
los hombres en cómo continuamos empeñados en negar lo que nos une con los otros
y con las otras, con quienes necesariamente son parte de nuestras vidas de
seres interdependientes, con la irremediable fragilidad que nos reclama cuidar
y ser cuidados. Justamente ese arma cargada de futuro es la que Héctor e Ismael
aprenden a usar en apenas dos días. La alternativa al Código Penal, a las chanclas
que impiden correr, a los silencios que como hombres con frecuencia nos
atrapan. Diecisiete se convierte así en una hermosa
fábula sobre dos hombres que recuperan la parte más animal que habita dentro de
ellos y que es la que les permite abrazarse.
Una apuesta revolucionaria en estos tiempos de individualismo neoliberal
y de deseos depredadores. Frente a ellos, las manos acariciadoras de Héctor y
la ironía salvadora de Ismael. Con ellos, la abuela que nos recuerda cómo es la
vida, la sostenibilidad de la vida, lo que debería estar en el centro de
nuestras agendas.
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