El feminismo, además de un movimiento social y de una
estrategia política, y de por supuesto una ética y un modo de vida, es un marco
de análisis desde el que nos enfrentamos a la realidad y tratamos de encontrar
respuestas a determinadas preguntas. Justamente por eso, en las reflexiones que
se hacen desde el feminismo son tan importantes las palabras y los conceptos.
Porque justamente desde ellos enfocamos la vida con una determinada
perspectiva, la que nos ofrece el género, y buscamos soluciones a injusticias
que hoy por hoy siguen teniendo como principales víctimas a las mujeres. Por
ello desde el feminismo reclamamos con tanta insistencia no solo un lenguaje
inclusivo, sino también una terminología que nos dibuje con precisión de qué
estamos hablando, cuáles son las prioridades de lucha y sobre qué parte de la realidad
hemos de incidir para construir otro mundo. Conceptualizar es politizar, sentenció
hace ya años la sabia Celia Amorós. Y es justo es nivel de compromiso ético y
epistemológico el que nos sitúa ante la evidencia de que no todo vale y que las
ceremonias de la confusión, sobre todo cuando estamos hablando de igualdad, son
sin duda un enemigo a batir.
Desde que en 2004 se aprobara la muy necesaria y pionera Ley
contra la violencia de género, han sido insistentes los debates, políticos y
jurídicos, en torno a la denominación usada por la norma y sobre la misma
definición de ese tipo específico de violencia. Todo ello enmarcado además en un
contexto en el que son muchos los sectores que se resisten a reconocer el
género como categoría de análisis, por más que esté más que consolidada en el
ámbito de las Ciencias Sociales. Con independencia de que podamos discutir,
desde el compromiso con la erradicación de la violencia machista y no desde los
intereses partidistas, las luces y sombres de dicho instrumento, lo que nadie
puede negar es que, entre otras consecuencias positivas, ha permitido en poco
más de una década hacer visible lo que no lo estaba, crear una conciencia
social que no existía y consolidar todo un argumentario jurídico en torno a la
desigualdad de género absolutamente novedoso y necesario. De hecho, la
sentencia del Tribunal Constitucional que en 2008 avaló la constitucionalidad de
la ley es prácticamente la única de dicha instancia que introduce una
perspectiva de género en el análisis de la desigualdad entre mujeres y hombres.
Sin embargo, a pesar de la ley, y de las políticas públicas desarrolladas
posteriormente, los asesinatos machistas se siguen produciendo, las denuncias
no dejan de crecer y, de manera alarmante, los más jóvenes se suman a prácticas
machistas que alimentan la violencia. Lo
cual nos pone en evidencia no tanto las carencias de la norma, sino la hondura
de una desigualdad y de la cultura machista que la genera.
Precisamente por todo lo anterior, resulta tan peligroso que
un partido político como VOX, y todos los que de manera cómplice le siguen la
corriente, incida tanto en cuestionar el concepto de violencia de género y que
incluso haya puesto como condición de su apoyo a los presupuestos andaluces que
se incluya una partida para atender la que ellos llaman violencia intrafamiliar.
Una violencia que, como no podía ser de otra manera, está prevista en el Código
Penal, tiene sus cauces procesales oportunos y no es, como a veces parecen
defender la ultraderecha, una especie de agujero negro. Es incuestionable que
el marco jurídico de un Estado de Derecho debe proteger a sus ciudadanos y a
sus ciudadanas, frente a todo tipo de violencias e inseguridades. Esa es una de
las bases del pacto. De hecho, podríamos pensar en los alarmantes datos que nos
muestran la cada vez mayor violencia que sufren las personas mayores. Lo que ocurre
es que justamente las violencias que padecen las mujeres tienen una
singularidad que nos permite individualizarla, dotarla de un marco específico y
convertirla en prioridad política. Y no solo, que también, por razones
meramente estadísticas, sino porque sus orígenes tienen que ver con una
desigualdad estructural y con un contexto que no es otro que el eje dominio
masculino/subordinación femenina, o lo que es lo mismo, el patriarcado como
estructura de poder que se mantiene y reproduce a través de las múltiples
violencias, incluida la simbólica, que se ejercen sobre algo más de la mitad de
la Humanidad. Una mitad que, a su vez, es atravesada de manera interseccional
por otras circunstancias personales y sociales. De ahí que, por ejemplo, las
mujeres mayores sean más vulnerables que los hombres mayores, y que por tanto
la perspectiva de género deba ser la crucial para abordar cualquier política pública
que pretenda prevenir y/o sancionar las discriminaciones que continúan sufriendo
ellas.
Escribo estas líneas justo cuando en Córdoba estamos consternados
por lo que parece ser el último, de momento, crimen machista. Horrorizados ante
las historias que hay detrás del presunto asesino y de las mujeres, porque son
varias en su currículum, que han perdido la vida en sus manos. Conscientes de que
este es solo el penúltimo caso, al que tendríamos que sumar las crecientes
agresiones sexuales múltiples que están sufriendo las chicas jóvenes, los siempre
y hasta hace poco invisibles acosos que tanto en el ámbito público como en el
privado sufren nuestras compañeras, o las violencias que derivan de la explotación
de los cuerpos y capacidades femeninas. En consecuencia, estamos en un momento
en el que no tendríamos que cuestionar el concepto de violencia de género si no
fuera para ampliarlo y definirlo tal y como nos lo exige el Convenio de Estambul.
Un Convenio que, recordemos, España ratificó en 2014 y que por tanto obliga,
como cualquier otra norma de nuestro ordenamiento, a ciudadanos y poderes
públicos. Incluidos aquellos que, como los representantes de VOX y de los
gobiernos a los que apoyan, no parecen estar nada de acuerdo con dicho tratado.
De ahí que la clave no sería en la actualidad eludir el concepto
bajo otros como el que VOX y cómplices han elevado a rango legal sino más bien
hacerlo más ancho para incluir todas las violencias machistas que inciden en la
dignidad, en la integridad física y moral y, en fin, en el estatus de
ciudadanía de las mujeres. Todo lo que no vaya en esa dirección no es más que una
estrategia para mantener el orden establecido, o sea, el patriarcal, y para
generar una confusión en la ciudadanía que necesita, ahora más que nunca, mucha
pedagogía para contrarrestar los insostenibles discursos de los jerarcas. Y,
recordemos, frente a tanto machito enfadado y reaccionario, no nos queda más remedio
que transformar la ira feminista en herramienta de transformación política.
Empezando por nosotros, la parte privilegiada del pacto, que ahora más que nunca
tenemos que abandonar nuestros silencios cómplices.
Publicado en Blog Mujeres, EL PAÍS, 15 de junio de 2019:
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