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LA GRADUACIÓN


El reloj de la vida te cambia cuando te conviertes en padre.  Y no solo por que el tiempo empieza a enredarse entre las incertidumbres de una tarea para la que no existe manual, sino porque ya no te queda más remedio que vivir hacia el futuro. Tener un hijo o una hija es  un ejercicio permanente de lucha contra la melancolía. La paternidad nos instala en esa tensión inevitable que nos lleva a temblar entre lo que veloz se va y la incertidumbre del mañana. Ese horizonte en el que nosotros cada vez seremos más pequeños y nuestros descendientes más y  más grandes.

Mi hijo, a punto de cumplir los 18, acaba de terminar sus estudios de secundaria, después de más de una década en el mismo colegio, con los mismos compañeros y las mismas compañeras, tras años de rutinas  y horarios repetidos. Como si curso tras curso hubiéramos empezado una nueva temporada de nuestra serie favorita, desde aquel día en que con apenas 4 años lo llevé por primera vez al autobús que cada mañana lo dejaría en el cole. Chandal rojo, mochila azul, un zumo y un bocata. Y esa sensación rara, inexplicable, que uno siente cuando no puede dejar de pensar todo el día en otra persona que parece un trocito desgajado de ti. Pasó el autobus, llegó una separación, mudanzas, pero el cole seguía ahí. Y mi hijo fue haciéndose cada vez más alto con la misma sonrisa dulce, esa que continúa indemne en su rostro  adolescente. Y llegaron las primeras novias, la primera moto, las fiestas hasta la madrugada, los secretos, el preservativo mal escondido. Mis dudas de padre imperfecto, indefenso y vulnerable. Aprendiendo de mis errores y, debo reconocerlo, de la madurez que él me ha demostrado cuando yo mismo le obligué a vivir situaciones que tal vez en otro caso habrían generado rayos y truenos.

Mi hijo estrenó traje y corbata. Un hombrecito que a veces se cree mayor de lo que es y que, sin embargo, sigue siendo un niño reservado, tierno y sensible. Todavía hoy, a pesar de sus piernas largas, continúa siendo pegajoso y mimoso, como cuando de pequeño se metía en mi cama y bajo las sábanas jugábamos a que seres misteriosos nos amezaban en un mar imaginario. Reconozco que me cuesta a veces mantener las distancias que él reclama, no caer en el error de convertirme en su colega y asumir que él tiene vida propia, sus convicciones, su manera de estar en un mundo que, me temo, se lo va a poner bien difícil. Ese mundo que aparentemente le ofrece todos los caminos posibles pero que sin embargo anda a la deriva. El imposible futuro de un planeta en el que no sé si seguirá habiendo lugar en unos años para la igualdad, la justicia social y el bienestar compartido. Ese tiempo en el que mi hijo ya mayor de edad tendrá que tomar las riendas de sus días, sin miedo a equivocarse y con el horizonte vacilante de un porvenir en el que no será posible mantener las promesas que un día soñamos.

Mi hijo se hizo muchas fotos con quienes han sido su otra familia durante cerca de quince años. Bailaron, brindaron, rieron, con ese frenesí que solo es posible cuando la juventud nos mantiene sonrientes ante la incertidumbre. Acabó la fiesta y cada cual volvió a su casa. La que durante esta primera parte de sus vidas fue como un puerto en el que, pese a las tormentas, siempre resulta fácil echar el ancla. Mañana, cuando vayan despertando, con el mal humor que da la resaca, apenas se darán cuenta de que en nosotros, sus padres y sus madres, habrá una ligera sombra en la mirada. Como un signo de interrogación que hace que el sol no nos deslumbre. Y guardaremos sus trajes, sus zapatos, sus corbatas, con la sensación de estar cumpliendo un ritual. Ellas y ellos, pegados al móvil, seguirán buscándose. Y un nuevo verano empezará sabiendo que septiembre ya no será el mismo.

* Este artículo se publicará en el número de Julio de la Revista GQ.







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