Los hombres hemos estado siempre tan acostumbrados a ocupar todos los espacios, a dominar los imaginarios y a definir los relatos que nos hacen reconocibles como la Humanidad entera, que todavía hoy nos cuesta renuncia a ese privilegio consistente en usurpar la universalidad. Algo que, por ejemplo, sigue siendo muy habitual cuando se plantean las reivindicaciones relativas a la diversidad sexual. La palabra gay vuelve a dominar la escena y, como ya sabemos, el lenguaje no es inocente. Al contrario, las palabras dejan muy claro quiénes son poderosos y quiénes no. De ahí que sea necesario insistir en hablar de matrimonio igualitario y no gay, o de que las celebraciones del Orgullo no aparezcan monopolizadas por la masculinidad hegemónica. Porque no solo el imagino invisibiliza a las mujeres, sino que también suelen quedar fuera todas esas masculinidades que, aun siendo gais, no responden al patrón del machito homosexual que el mercado se ha encargado de hacer apetecible.
Esa terrible desigualdad no puede corregirse lógicamente a través de normas y decretos, o al menos no solo mediante instrumentos jurídicos. Necesitamos sobre todo de las herramientas de la cultura para hacer visible lo invisible y para, entre otras cosas, hacer públicas y compartidas experiencias de lo humano que todavía hoy siguen armarizadas o, en el mejor de los casos, convertidas en menores de edad. En esa tan necesitada educación para una ciudadanía igualitaria, o sea, respetuosa con la diversidad que como seres vivos nos singulariza, necesitamos urgentemente construir nuevos referentes. Siguen haciendo falta espejos en los que, por ejemplo, nuestros hijos y nuestras hijas se miren y puedan reconocerse. Y esos referentes tienen que partir de la genealogía que han alimentado quienes nos han precedido: esa larga cadena cuyos eslabones han sido quienes han tenido que luchar en momentos históricos previos para que se les reconociera un igual estatus de ciudadanía. Algo que he aprendido sin fisuras gracias al feminismo y que me reafirma en la necesidad que tenemos como sociedad democrática de contar con unos relatos que no silencien a las mujeres, a las múltiples experiencias de las mujeres. Unos relatos que a las chicas del presente les van a servir para armarse con la fuerza del reconocimiento y que a los chicos les harán ver que el mundo no es la mitad privilegiada que ellos han monopolizado. En ese equilibrio reside en gran medida el reto de la equivalencia.
Pensaba en esta necesidad de contar con relatos que, desde lo emocional, nos ayuden a contemplar lo no contemplado, viendo la magnífica serie Gentleman Jack. Basada en los prodigiosos diarios de Anne Lister (1791-1840), la impecable producción británica nos muestra no solo a una mujer que luchó contra los dictados de los mandatos heteronormativos, sino que también desafió el sistema sexo/género o, lo que es lo mismo, el injusto reparto de poder que a ellas las dejaba en un lugar devaluado. Viajera, emprendedora, con protagonismo en actividades que todavía hoy se les resisten a las mujeres, Lister escribió buena parte de sus diarios en lenguaje cifrado, a través de una combinación de álgebra y griego antiguo. Una manera evidente de armarización, como diría Nuria Capdevilla, y que nos sirve como radical ejemplo de todo lo que el (hetero)patriarcado ha supuesto en cuanto al silenciamiento de las voces femeninas. Porque no es que las mujeres no hayan tenido voz, es que el dominio masculino las ha obligado a mantenerlas silenciadas. Y ello ha supuesto ausencia de poder, carencia de hilos con los que construir una experiencia común y suma de vacíos desde la que nosotros los hombres nos hemos mantenido en los púlpitos. De ahí a la construcción de la genialidad como un territorio exclusivamente viril media solo un paso.
El disfrute de Gentleman Jack, que a diferencia de la fallida Elisa y Marcela de Isabel Coixet sí que contextualiza al personaje y sí que aparece contemplada y narrada por una mirada no heterocentrada, no solo tiene que ver pues con un relato que podría ser el reverso de buena parte de las novelas románticas del XIX, sino también con el (re)conocimiento al fin de toda esa parte de la historia de los cuerpos, los deseos y las emociones que nunca se contó o que en todo caso se hizo bajo supervisión de los jerarcas. Seguir las peripecias públicas y privadas de Anne Lister supone no solo una invitación a abrir todos esos armarios de la experiencia y el saber en los que continúan encerradas las mujeres, sino también un ejercicio yo diría que democrático de comprobar cómo la suma de diferencias no puede generar más que alegrías. Todo ello, además, y no adelanto acontecimientos, con un final feliz que es tan poco habitual en los relatos sobre mujeres lesbianas que con frecuencia son prisioneros del estereotipo del monstruo o de la sufrida/humillada. Hay en la historia de Lister un llamamiento al coraje, incluso a la capacidad transformadora de la ira, que no está mal recuperar en estos tiempos de amenazas y en una época en la que el movimiento LGBTI parece enclaustrado en el ombligo de sus éxitos. Gentleman Jack, además de una muy entretenida serie urdida con esa envidiable y exquisita perfección británica, es una luminosa llamada de atención sobre cómo ellas lo han tenido siempre más difícil que nosotros. Para ser reconocidas como ciudadanas, para vivir sus opciones personales, para sentir que sus cuerpos tienen poder y no son instrumentos al servicio de los intereses y deseos de otros. La maravillosa Anne, cuyo atuendo es toda una declaración de intenciones frente al binarismo que nos enjaula, nos recuerda con guiños, pero también con heridas y lágrimas, que el mundo en el que con muchas dificultades vamos avanzando se ha ido construyendo gracias a mujeres como ella. Y que por tanto su memoria es clave no solo para abrir las puertas de armarios pasados, sino también para evitar que otras muchas se encierren hoy a expensas de que un caballero siga teniendo la llave.
Publicado en Diario Público, 28-6-2019:
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