Los hombres en general, y los más
jóvenes en particular, estamos necesitados de espejos en los que mirarnos para
(re)construirnos, liberándonos de la mochila que las expectativas de género
cargan a nuestras espaldas. Necesitamos que nuestros imaginarios colectivos se
pueblen de masculinidades disidentes, de sujetos rebeldes contra el machismo,
de individuos que no sientan el feminismo como una amenaza y que asuman un
papel militante frente al creciente desigualdad que asola el mundo. Hombres que
reivindiquen la ternura como una praxis emancipadora y que no tengan ningún
reparo en mostrarse ante los demás frágiles y dotados de un poder no para
controlar sino para transformar: un poder con,
no un poder sobre.
Alessio Arena es uno de esos hombres en el que deberíamos mirarnos
para aprender, entre otras cosas, que nuestra esencia es ser nómadas y que lo
que nos da alas es justamente habitar las fronteras. Este
napolitano-catalán-chileno (y algo andaluz) ha ido construyendo su itinerario vital,
por tanto, también su obra, reconociéndose en las orillas, tendiendo puentes o,
lo que es lo mismo, traduciendo en emociones – qué otra cosa si no es la música
– la radical humanidad que compartimos. La que expresamos con diversas palabras,
pero con similares pulsos. La que tiene mucho de copla de ida y vuelta.
Migrantes todas y todos, entre mares que deberían fuente de vida y no ataúdes.
Alessio, que tiene una de esas
voces que nos recuerdan a secretas danzas y a hombres con ventanas en el pecho,
acaba de editar “Atacama!”, un disco
en el que, como si fuera un pirata que divisa tierras cargadas de tesoros, nos
invita a hacer un viaje por desiertos y playas, por océanos donde él se
reconoce novelista y juglar, ese eterno adolescente que es incapaz de
permanecer callado ante las injusticias del mundo. Y es que un disco dedicado a
Víctor Jara, Pino Daniele y Gloria
Fuertes no podría ser otra cosa que una invitación a la rebeldía. A la ira
capaz de convertirse en abrazos reveladores, algo que tanto trabajo nos cuesta
hacer a los hombres, siempre tan empeñados en creernos los héroes de la
película. En ese desierto estrellado del Norte Grande de Chile, Alessio pudo
entender al fin la cadena milagrosa que une a quiénes tanto tienen que luchar
para sobrevivir. A quienes parecen nacer siempre en la orilla equivocada del
mundo. Su epifanía nos llega a este sur de tantos hombres desnortados.
Las canciones de Alessio Arena
son como cometas que desafían los cielos que nos igualan hacia arriba. Las que
llevan en sus manos niños que vuelan, que no salen en los telediarios y que
son, sin que queramos mirarlos, el hambre que vamos dejando los omnipotentes
depredadores que habitamos el planeta. La mejor noticia, como se nos cuenta en
este viaja a Atacama, es que hay respuesta a esa sinrazón y no es otra que el
cuidado, la ética del cuidado, la que puede hacer que finalmente todos seamos
canción. Para ello, durante el
itinerario, no habrá de importarnos echar al viento todo aquello que nos sobre.
Atrévanse a viajar con Alessio y
descubran con él que el amor es circular, que las semillas que mejor crecen son
las que se riegan con cariño, que todos los países atraviesan nuestras
gargantas y que las banderas se convierten en batallas si no se cosen con manos
de ángeles. La revelación que él ha sentido en el desierto de Atacama, como
migrante que susurra poemas lorquianos y que reza a Jean Genet en catalán, es
una invitación para que todos, hombres tan ensimismados, abandonemos los
desiertos invadidos por la ira. La furia de machitos que se resisten a mirarse
en las flores que se quiebran con solo acariciarlas.
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