Los derechos humanos están hechos de una materia tan vulnerable, y que no es otra que la que deriva de nuestra dignidad compartida, que siempre han de merecer una singular atención. Aunque se hayan traducido en conquistas jurídicas, su estatus siempre pende de un hilo. De ahí que la lucha sea un ingrediente esencial del mismo concepto de derechos humanos, y no solo por lo que ha habido que pelear para que sean garantizados, sino también porque su realización efectiva requiere de un compromiso cotidiano y de una acción política, o sea, colectiva, destinada a hacerlos posibles.
Es decir, los derechos humanos, como decía Joaquín Herrera, son “procesos de lucha por la dignidad”. Una definición que se hace evidente si repasamos cuánto ha costado en nuestro país que el ordenamiento jurídico, y no digamos la sociedad, defina como derechos las sexualidades e identidades individuales.
Avances legislativos
Como todo ejercicio de democracia acaba siendo necesariamente un ejercicio de memoria, no estaría de más recordar, y convertir ese recuerdo en base de lo que los derechos nos reclaman, cómo en nuestro país hemos pasado en apenas 40 años de la sanción de las opciones no heteronormativas a la inclusión de la orientación sexual y las identidades de género entre los motivos que pueden dar lugar a los que se denominan delitos de odio y discriminación.
Todo ello en un contexto social en el que se partía de una cultura marcada por la religión católica, para la que la homosexualidad es un pecado, y por un discurso científico que durante siglos mantuvo que era una enfermedad. No deberíamos olvidar que cuando se debatió en las Cortes el proyecto de ley que introduciría el matrimonio igualitario hubo algún experto que seguía defendiendo dicha postura. La que todavía hoy, en pleno siglo XXI, mantienen quienes aplican terapias para revertir lo que se considera torcido, a pesar de que en 1990 la OMS dejó claro que no ser heterosexual no es una enfermedad.
En este sentido, y ante las noticias que recientemente nos alertaban de estas prácticas en nuestro país, cabe señalar que solo Madrid, Andalucía, Valencia y Aragón prevén en su legislación la sanción de dichas terapias.
En la lucha por la garantía efectiva del derecho al libre desarrollo de la afectividad y la sexualidad han jugado un papel clave los distintos colectivos y asociaciones que, en diferentes oleadas, han ido provocando no solo cambios jurídicos sino sobre todo sociales. Tras conseguir, en los primeros años de democracia, que la homosexualidad saliera del Código Penal, buena parte de los esfuerzos vindicativos se centraron en la necesidad de que el ordenamiento reconociera modelos de convivencia no basados en la heterosexualidad.
Fue en el marco de este debate en el que cobraría una singular fuerza simbólica, más allá de lo que supuso en cuanto avance en igualdad de derechos, la aprobación del matrimonio igualitario en 2005. Una conquista que fue trabajosa y polémica, frente a la que se situaron las fuerzas más conservadoras del país y que dio lugar incluso a un recurso que fue resuelto por el Tribunal Constitucional en una sentencia de 2012.
Fue también en la histórica VIII legislatura cuando se dio un primer paso en la garantía de los derechos de las personas trans: en 2007 se aprobó la Ley que regula la rectificación registral de la mención relativa al sexo de las personas.
A todo ello habría que sumar la implicación progresiva que en esta materia han tenido varias Comunidades Autónomas. En concreto, un total de 12 han aprobado leyes específicas sobre estos derechos, los cuales incluso han encontrado plasmación a nivel estatuario. Recordemos, por ejemplo, cómo el artículo 35 del Estatuto andaluz reconoce que “Toda persona tiene derecho a que se respete su orientación sexual y su identidad de género”.
La precaria diversidad
En paralelo, la sociedad española ha experimentado una evolución significativa en cuanto a la visibilidad y el respeto de opciones que, aun teniendo que ver con la dimensión más íntima del individuo, acaban teniendo una proyección pública. Porque cuando hablamos de la diversidad sexual y las identidades de género no solo lo hacemos de una cuestión que afecta a la vida privada, sino que incidimos en una cuestión de ciudadanía, es decir, en el estatuto jurídico y político que nos permite desarrollar plenamente nuestra personalidad.
De ahí que, junto a los efectos que expresamente las leyes mencionadas han tenido en la protección de derechos individuales, no es menos importante la dimensión simbólica y transformadora que han tenido y tienen no solo los textos legales sino también los gestos, las actitudes y los compromisos de las instituciones y los poderes públicos.
En esta línea, el papel jugado por la Unión Europea ha sido clave a la hora de incorporar esta dimensión vital en el conjunto de los derechos fundamentales, una previsión que debería incluirse de manera expresa en una deseable reforma de la Constitución española.
Todo lo anterior no quiere decir que vivamos en un paraíso. Ahí están los datos que para desmentirlo cada año nos ofrece el Ministerio del Interior sobre delitos de odio y discriminación, entre los cuales siguen jugando un papel relevante las opciones sexuales. Por no hablar de las dificultades que muchos chicos y chicas jóvenes tienen todavía para vivir su sexualidad en el entorno escolar, o de la discriminación interseccional que sufren las mujeres lesbianas, o de cómo incluso en determinados discursos políticos se incorporan en los últimos meses idearios que pretenden anular lo que hemos tardado siglos en alcanzar.
Todo ello en un momento en que el mismo movimiento LGTBIQ+ parece haber perdido nervio político y en el que corremos el riesgo de convertir lo “gay” en una etiqueta que el mercado y los partidos usan en su beneficio. Al mismo tiempo, es urgente trabajar el mismo concepto de diversidad dentro de un colectivo que con frecuencia parece dominado y solo representado por el sujeto dominante. De ahí también las más que necesarias alianzas y diálogos con el movimiento feminista.
Retos futuros
Como retos más inmediatos, hace falta una ley estatal que sirva de garantía común de una serie de derechos que, de momento, sólo se garantizan, y con las limitaciones propias de su ámbito competencial, por algunas Comunidades Autónomas. Un tratamiento específico requiere la protección de la transexualidad, anclada todavía en un modelo patologizador y que refuerza el binarismo de género.
Hay que seguir insistiendo en programas que incorporen esta materia como parte de la educación para la ciudadanía, que la hagan obligatoria en la formación de los y las profesionales de todos los ámbitos, y que tenga en cuenta que la diversidad sexual y de género se entrecruza con otros factores, de tal manera que no cabe dar respuestas únicas a realidades que no son equivalentes.
Pensemos, por ejemplo, en cómo sigue habiendo una enorme distancia entre las ciudades y el ámbito rural, o en cómo muchas personas buscan refugio en nuestro país huyendo de lugares donde son perseguidas por sus deseos, o en cómo la desigualdad de recursos o la edad multiplican los obstáculos, o en cómo también en esta dimensión existen jerarquías de género.
Todo ello sin olvidar que hemos de ubicar la lucha en un contexto global en el que lamentablemente no todos los seres humanos disfrutan del mismo estatuto de ciudadanía. Una lucha que, en definitiva, tendría que sumar energías para combatir la homofobia y una cultura en la que todavía cuesta aceptar que la igualdad no es sino el reconocimiento de nuestras diferencias.
Publicado en THE CONVERSATION, viernes 28 de junio de 2019:
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