Hacía tiempo que no veía una película tan formalmente exquisita y tan equilibrada desde el punto de vista narrativo como la última del siempre interesante François Ozon. Más allá de sus virtudes formales, empezando por un blanco y negro tan poético que solo se vuelve color cuando se evoca al ausente, Frantz es un bellísimo alegato contra los horrores de la guerra. El director francés, inspirándose de lejos en la obra antibelicista de Rostand titulada Remordimiento, nos regala un cuidadísimo relato sobre la dificultad y la necesidad del perdón. Sobre la complejidad moral que supone cerrar las heridas que en el alma dejan los disparos y la sangre.
La historia de Adrian, el soldado francés que deja flores en la tumba sin cadáver de un alemán muerto en la primera guerra mundial, el Frantz del título, es también una recreación de cómo el patriarcado y la patria se alían a través de las fratrías viriles creando enemigos y odios, y de cómo las mujeres acaban siendo las más sufrientes. Las que incluso, como en el caso de la protagonista, hacen de la renuncia el sentido de su vida y son capaces de crear una ficción que les duele con tal de no generar más dolor en quienes las rodean. El personaje de Adrián - frágil, sensible, dolorosamente herido - es al fin la viva imagen de una masculinidad disidente, que se rebela contra los mandatos que le hicieron ser un hombre de verdad. En este sentido, las sutiles dudas que plantea Ozon sobre una atracción homoerótica entre él y Frantz contribuyen a dibujarnos un mapa de afectos y emciones que escapan de los binomios.
Con un final que es todo un canto a la vida, Frantz tiene el aroma de un clásico y un pulso cinematográfico que uno echa de menos en las pantallas actuales. Es no solo una bella historia pacifista sino también una honda reflexión sobre cómo la ternura puede ser al fin un arma de construcción masiva.
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