Es evidente que en
los últimos años estamos asistiendo a un evidente retroceso de las políticas de
igualdad de nuestro país. Tras el impulso, al menos normativo, que vivimos en
la VIII Legislatura, los años de crisis y el continuado gobierno del PP se han
convertido en la alianza perfecta para frenar los avances en materia de
igualdad de género y para consolidar una lógica neoliberal con tan mal casa con
los derechos humanos en general y con los de las mujeres en particular. Uno de
los ámbitos en los que ha sido más evidente ese paso atrás ha sido el
educativo. Recordemos como la LOMCE (https://www.boe.es/buscar/pdf/2013/BOE-A-2013-12886-consolidado.pdf)
no solo alteró los presupuestos y objetivos esenciales del sistema sino que
también eliminó la tímida pero necesaria “Educación para la ciudadanía” al
tiempo que legitimaba los conciertos celebrados con centros en los que se
diferenciase por razón de sexo. Una previsión, recurrida por el gobierno
andaluz ante el Constitucional y que todavía está pendiente de sentencia, que
ahora el Tribunal Supremo ha avalado al reconocer a varios centros andaluces de
educación segregada su derecho a obtener financiación pública.
Al entender el
Supremo que estamos ante un derecho de los llamados “de configuración legal”,
su fallo se ampara en lo previsto por la LOMCE, de la misma manera que en
varios pronunciamientos emitidos con anterioridad a la entrada en vigor de
dicha ley había sostenido que la educación diferenciada por razón de sexos no
podía ser sostenida por fondos públicos. A la espera, pues, de lo que diga el
Tribunal Constitucional sobre una cuestión que como todas las que inciden en la
igualdad real de mujeres y hombres genera tantas controversias jurídicas y
políticas, seguimos pues regidos por una norma que parece retroceder en el
tiempo y que olvida todos los esfuerzos de tantos educadores y tantas
educadoras por consolidar un sistema en que niños y niñas sean educados en
condiciones de igualdad. Un objetivo que por otra parte no hace sino ajustarse
al programa ético y político de una democracia que ha de partir necesariamente
de la igualdad formal de ambos sexos y que ha de plantearse como uno de sus principales
objetivos conseguir que dicha igualdad no quede en la letra de la ley sino que
se traduzca en un modelo social donde mujeres y hombres seamos sujetos
equivalentes, tanto en el ejercicio de nuestros derechos como en la asunción de
nuestras responsabilidades.
En este sentido,
llama la atención la escasa atención que el Supremo, en las diversas ocasiones
que ha abordado esta materia, ha prestado a la necesaria perspectiva de género,
desconociendo de esta manera los mandatos que la LO 3/2007, de 22 de marzo, para la igualdad efectiva de mujeres y
hombres establece para todos los poderes del Estado, incluido por supuesto
el judicial. Desde esta perspectiva, la clave del debate, que no sé si el
Constitucional llegará a asumir como tal, es el entendimiento de la coeducación
como parte ineludible de modelo educativo que cabe deducir de la Constitución
española. Un modelo que, entiendo, ha de partir de la igualdad de género como
parte esencial de lo que podríamos llamar “ideario educativo constitucional”,
el cual se deduce además de los tratados internacionales que nos obligan –el
más significativo la Convención de
eliminación de todas las formas de discriminación contra la mujer de 1979,
ratificada por España en 1984 -, de la
rotundidad del Derecho Comunitario en esta materia (art. 3.2 Tratado de Amsterdam,
art. 8 Tratado de Lisboa) , así como de la consolidada interpretación que de la
igualdad entre hombres y mujeres se ha realizado por nuestro Tribunal
Constitucional a partir de los artículos 14 y 9.2 CE . Un compromiso que, además, alcanzó su máxima
expresión a través de las obligaciones establecidas por la LO 3/2007, la cual
reiteró y amplió las previsiones que sobre esta materia ya contenía la LO
1/2004, de 28 de diciembre, de medidas de protección integral contra la
violencia de género. Entre ellas, la integración del principio de igualdad en
la interpretación y aplicación de las normas (art. 4) o la asunción de la
transversalidad de dicho principio (art. 15), el cual debe ser asumido por
todas las Administraciones públicas “de forma activa, en la adopción y
ejecución de sus disposiciones normativas, en la definición y presupuestación
de políticas públicas en todos los ámbitos y en el desarrollo del conjunto de
todas sus actividades”. De manera más
específica, dicha ley obliga a que el principio de igualdad se integre en todas
las etapas del sistema educativo (arts. 23, 24 y 25), debiéndose perseguir
entre otros objetivos evitar “que, por comportamientos sexistas o por los
estereotipos sociales asociados, se produzcan desigualdades entre mujeres y
hombres”. De ahí, que como ya tuve ocasión de explicar (http://www.cepc.gob.es/publicaciones/revistas/revistaselectronicas?IDR=6&IDN=1358&IDA=37685)
la reforma del art. 84.3 de la Ley Orgánica de Educación, llevada a cabo por la
LOMCE no pueda ser sino inconstitucional.
Por lo tanto, la
pregunta que deberíamos responder es si, de acuerdo con los objetivos que marca
el art. 27.2 CE –“ La educación tendrá por objeto el pleno desarrollo de la
personalidad humana en el respeto a los principios democráticos de convivencia
y a los derechos y libertades fundamentales” - , nuestro sistema público de
enseñanza debe asumir como un criterio esencial la igualdad de hombres y
mujeres, de forma que ningún comportamiento o práctica discriminatoria – o, lo
que es lo mismo, diferenciadora sin un fundamentación racional y objetiva –
tenga cabida dentro de él. Si respondemos afirmativamente, es obvio que no
estaremos ante una cuestión sometida a la libre disponibilidad del legislador.
Ello no supone la prohibición radical de la educación diferenciada, la cual
podrá mantenerse como opción privada. Lo que no cabría admitir, por tanto,
sería la existencia de escuelas públicas
que diferenciaran por razón del sexo, como tampoco ayudas públicas a centros
privados que lo hicieran. Como tampoco sería imaginable que desde lo público se
apoyasen propuestas educativas que pudieran suponer en general una flagrante
contradicción con los principios constitucionales, muy en especial con el de
igualdad y no discriminación por cualquier circunstancia personal o social.
Desde una lógica
constitucional es difícil el encaje de la educación segregada por sexos en un
sistema que, entre otros objetivos, persigue la conformación de una sociedad en
la que la igualdad sustancial de mujeres y hombres “constituye un elemento
definidor de la noción de ciudadanía” (STC 12/2008, FJ 5). Un objetivo que difícilmente podrá alcanzarse
si la escuela, que constituye un espacio fundamental para la educación cívica,
establece diferenciaciones y no fomenta las relaciones iguales entre chicos y
chicas, con la consiguiente superación de roles y estereotipos sexistas. Es
decir, y yendo más allá de los discutibles criterios pedagógicos que se
esgrimen a favor de la educación diferenciada, lo que no parece tener mucho
sentido es educar a niños y a niñas desde unos parámetros que nada tienen que
ver con los escenarios sociales en los que tendrán que desarrollarse como
individuos y como ciudadanos/as. Por lo tanto, difícilmente la escuela
diferenciada puede revertir en el desarrollo pleno de la personalidad de los
niños y las niñas que han de convivir bajo un “contrato social” basado en la
igualdad de género y en una sociedad en la que todavía hoy es necesario
“remover” muchos obstáculos que siguen impidiendo la efectividad de dicho
principio.
Sería además
absolutamente contradictorio que, por una parte, los poderes públicos adoptaran
políticas en dicho sentido y, sin embargo, ampararan en el ámbito educativo la
diferenciación por razón de sexos. Es decir, el entendimiento de la igualdad de
género como parte del “ideario educativo constitucional” no debería perder de
vista que los poderes públicos han de seguir actuando sobre una realidad que
sigue arrastrando factores sociales y culturales que ponen trabas a la plena
igualdad entre mujeres y hombres. Y que, en consecuencia, el sistema educativo
no puede permanecer ajeno a la transformación de una realidad en la que está en
juego la calidad de nuestra democracia y, muy especialmente, las condiciones
que hacen posible la efectiva garantía de los derechos fundamentales de hombres
y mujeres. Un compromiso además avalado constitucionalmente por el art. 9.2 CE
y al que trató de responder el objetivo de la “coeducación”, la cual supone un
paso más hacia adelante con respecto a la educación mixta, que planteó la Ley
de Ordenación General del Sistema Educativo de 1990 (LOGSE). Es decir, no se trata sólo de que niños y
niñas sean educados conjuntamente, sino que la educación que reciban esté
apoyada y fomente una serie de valores relacionados con la igualdad de género,
que interaccionen entre ellos y ellas para superar los estereotipos y las
discriminaciones.
En consecuencia, y
como bien apuntó Tomás y Valiente en su voto particular a la STC 5/1981, “todo
ideario educativo que coarte o ponga en peligro el desarrollo pleno y libre de
la personalidad de los alumnos será nulo por opuesto a la Constitución”. Por lo
tanto, la clave del debate no debe situarse en los controvertidos argumentos
que desde el punto de vista científico pueden avalar las “bondades” de la
educación diferenciada por razón de sexo, sino en la irrenunciabilidad del modelo coeducativo en función de los
objetivos que la escuela debe cumplir con respecto a los que constituirán la
futura ciudadanía. Es decir, y aún en el caso de que se llegara al acuerdo
entre la comunidad científica de los distintos niveles o ritmos de aprendizaje
por parte de los niñas y las niñas, la escuela pública debería en todo caso
fomentar los espacios en que unos y otras se interrelacionen, cooperen,
compartan similitudes y diferencias y, en definitiva, se formen para ser
sujetos activos en una sociedad que se articula, entre otros principios, sobre
la igualdad de género. Y en la que, insisto, unos y otras van a convivir y en
la que, por ejemplo, van a tener que desarrollar estrategias de cooperación,
gestión pacífica de conflictos o de construcción igualitaria de relaciones
afectivas y sexuales.
A estas alturas,
todas y todos, incluidos los magistrados del Supremo, deberíamos tener claro
que la igualdad de hombres y mujeres representa una de las esencias de la
democracia y, por tanto, la escuela sostenida con fondos públicos debe
favorecerlo y transmitir al alumnado no sólo conocimientos teóricos sino
también la vivencia, yo diría que hasta emocional, de lo que la igualdad
representa desde el punto de vista individual y colectivo. Si no partimos de
este principio irrenunciable, corremos el riesgo de que la igualdad de género
siga entendiéndose más como una opción ideológica que como un principio
constitutivo de los sistemas constitucionales. En consecuencia, que siga
estando sujeta a la voluntad política de un legislador que, como lamentablemente
hemos comprobado en las últimas tres décadas, ha convertido el sistema
educativo en el espacio ideal para la confrontación entre adversarios y en un
ámbito más en el que olvidar la centralidad de la igualdad de género en las
políticas de un sistema que merezca el calificativo de democrático.
Olvidándose, como bien apunta el profesor Miguel Presno (https://presnolinera.wordpress.com/2012/08/24/sobre-la-educacion-diferenciada-por-sexos-somos-iguales-estando-separados/)
, que no podemos ser iguales estando separados porque la igualdad, la real, la
única, la que nos permite ser autónomas y autónomos, solo tiene sentido político
y ético en el contexto necesariamente relacional que implica la vida en
democracia.
Publicado en BLOG MUJERES, EL PAÍS, 30 de mayo de 2017:
http://elpais.com/elpais/2017/05/29/mujeres/1496057843_886065.html
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