Todo lo vivido con el asunto Rubiales en nuestro país forma parte de un movimiento global que, desde hace unos años, está poniendo el foco en cómo superamos una determinada manera de entender la sexualidad y, en general, las relaciones entre hombres y mujeres. Campañas como el #MeToo, o la generada en estas semanas en redes con el hashtag #SeAcabó, son la señal inequívoca, junto a los (in)tensos debates mantenidos en los últimos tiempos en torno a cuestiones hasta hace nada invisibles como las violencias sexuales, de que se está erosionando, ojalá de manera definitiva, un determinado entendimiento de lo que significa ser hombre y ser mujer. El propio de un sistema patriarcal que durante siglos nos ha colocado a nosotros en el eje del dominio y a ellas en el de la subordinación. Asimetría que también se trasladaba a los espacios más íntimos y privados, y en general a una concepción del mundo en el que las mujeres debían estar permanentemente disponibles para satisfacer nuestros deseos.
Esta revolución, que es de la sexualidad, pero también de los cuerpos y de otras muchas dimensiones de nuestras identidades, es imparable y se centra en cómo los hombres seguimos entendiendo y reproduciendo nuestro estatus, un lugar privilegiado desde el cual siempre hemos mirado a las mujeres y lo femenino como “lo otro”, es decir, como lo dotado de menos valor y hasta con frecuencia deshumanizado. Solo así se puede entender que tantísimos hombres todavía normalicen el acceso sexual a las mujeres mediante pago, o que ni siquiera se inquieten ante las múltiples formas de explotación que las tienen a ellas como principales víctimas. Se trata por tanto de resetear el disco duro y de ser capaces entre todas y todos de, como dice Daniel Innerarity, iniciar otras formas de conversación, de incorporar hasta lo íntimo la ética del cuidado y del reconocimiento, de romper por tanto con una concepción de la masculinidad que ha generado en nosotros, desde siempre, el ansia de poseer y de mandar. Una lógica que confrecuencia nos ha llevado a normalizar la violencia.
Estamos pues ante una de las transformaciones sociales de más envergadura de la Historia, en cuanto que implica remover todas las estructuras políticas y también culturales que durante siglos nos han forjado a los hombres como los reyes de la casa y los príncipes de la ciudad. En este sentido, y contradiciendo al famoso meme que hace unos años se difundía por redes, el #Notallmen, sí que todos los hombres nos hemos de sentir concernidos. Lo cual está muy lejos de sumarnos al agravio y al cabreo que algunos manifiestan cuando el feminismo los coloca frente al espejo. Todos debemos sentirnos interpelados en cuanto todos, en mayor o menor medida, hemos incorporado y reproducido el machismo en nuestras vidas. Y por lo tanto todos sin excepción hemos actuado a menudo como seres omnipotentes, dominantes y hasta violentos, además de que, sin duda, con frecuencia hemos sido partícipes de los comportamientos tóxicos de nuestros colegas. El silencio cómplice en estos casos ha sido la puerta por la que hemos dejado que el machismo continuara haciendo de las suyas. Lo cual no quiere decir que todos debamos ser sancionados por el Código Penal nilinchados en una plaza pública. Lo que el feminismo vindica es que al fin seamos capaces de iniciar ese doble proceso, de aprendizaje y desaprendizaje, que ha de llevarnos a unas actitudes, comportamientos y relaciones más sanas, felices y corresponsables. Se trata, claro está, de una transformación personal y colectiva, en la que cada uno ha de asumir una parte de responsabilidad. Un largo proceso que debería empezar por desmarcarnos de quienes siguen empeñados en ser hombres de verdad y por asumir, críticamente y con voluntad de cambio, todo lo que nos equivocamos en nuestras vidas de machotes. Democracia, o sea, igualdad, sentido común y responsabilidad. La más emancipadora de las revoluciones por completar.
* PUBLICADO EN EL NÚMERO DE OCTUBRE DE 2023, DE LA REVISTA GQ.
ILUSTRACIÓN DE JUAN VALLECILLOS
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