Los cuerpos de las mujeres. Cuerpos que paren y que abortan, que manan leche y sangre, que sienten y dan placer, que se arrodillan y que nadan, que se venden y que se compran, que todavía andan a la espera de ser reconocidos. Los cuerpos en los que inscriben las reglas del patriarcado. Cicatrices, grietas, ampollas. Todas esas ranuras por las que se escapa la dignidad y que nosotros -los patrones, los puteros, los magos- nunca quisimos ver.
De todas esas heridas nos habla O Corno, la física y sensorial película de Jaione Camborda. Un relato que comienza con el desgarro de un parto, narrado con toda la fuerza y el dolor que convierte en una hoguera el vientre de la madre, con una mirada que solo podía ser la de una mujer tras la cámara, y que acaba con otro parto, en este caso contado desde la esperanza. Entre ambos, una hilera de acontecimientos que nos muestran quienes siempre han sido las más vulnerables entre los vulnerables. Con una fragilidad bien atada a sus cuerpos, esa herramienta con la que sostienen el mundo pero que también es usada para expulsarlas del paraíso. Todo ello en un contexto sobre el que habitualmente no se posan las plumas de la memoria: la España rural de los 70, cuando todavía el Código Civil condenaba a la mujer casada a ser una especie de esclava del marido. Un ejercicio de memoria que, no nos engañemos, también nos habla del presente. De un hoy y aquí en el que siguen estando vivas las fronteras, las huidas y las sanciones, por más que hayamos conquistado el amparo de una sociedad formalmente igual.
Esta película singular, que resulta más bella gracias al sonido del gallego, y que se nutre muy especialmente del poderío de Janet Novás, es también un relato de cómo se construye la sororidad. De cómo las mujeres que se saben perdedoras y maltratadas crean códigos de cuidado y sostén. Casi sin palabras. Sin explicaciones. Desde la desnudez tan liberadora que supone sobrevivir en la precariedad. En una praxis ética, casi política, que a los hombres tradicionalmente nos ha costado asumir. O Corno, que se vale de los silencios y de las miradas, de la amplitud y la luz de la Naturaleza, con la que los humanos viven – o deberíamos hacerlo - en permanente abrazo, es uno de esos largometrajes que nos desvelan en la pantalla una parte de la historia y del sentido de lo humano que tradicionalmente no fue narrada. La directora lo hace desde una apuesta narrativa que pisa siempre un hilo muy fino, lo que hace que la película pierda fuelle en algún momento, porque pasea por lo orgánico, por lo sensorial, por lo que se traduce en gritos, gemidos o punzadas en la tripa. La vida misma. La vida mucho más jodida de las mujeres. Todavía hoy en búsqueda de un territorio en el que se reconozca su capacidad de autodeterminación. Esa que empieza y acaba en el cuerpo.
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