Uno de los efectos de la paternidad es que, una especie de flashback casi imposible, te sitúas en el lugar y en la experiencia de quien te precedió. Solo en ese momento eres capaz de hacer ese ejercicio supremo de empatía que supone colocarte en lugar del otro, en este caso del padre, ese ser a quienes todavía los niños de mi generación veíamos más como el pater familias que como el hombre presente y cuidadoso. En ese curioso viaje de ida y vuelta, que es un aprendizaje sujeto siempre a interrupciones y dilemas, tomas nota de múltiples lecciones, de lo que hacer y de lo que no hacer, y en muchas ocasiones no haces sino corroborar la eterna duda que es ejercer la paternidad con un mínimo de coherencia y responsabilidad. En esa delgada línea que mantiene en equilibrio las manos que se ofrecen y las que ponen señales de prohibido el paso. Ser roca y ser bandera amarilla. Despertador y alarma.
En ese proceso siempre haciéndose que supone ser un padre, a ser posible que poco tenga que ver con aquellos ausentes que mantenían la autoridad sobre las señoras que se dedicaban a "sus labores", y que supongo que me mantendrá ocupado -y a veces preocupado- de por vida, mi padre ha sido siempre y es esa referencia calma y honesta que nunca falla. Incluso cuando él mismo haya podido sentirse desbordado por las olas de las vida y por los precipicios a los que en ocasiones mi hermano y yo le hemos podido obligar a mirarse. En este sentido, nunca he dejado de sentir que él seguía aprendiendo, convirtiéndose con los años en un ser más emocional y cuidadoso - la abuelidad es un grado - y manteniéndose siempre fiel, incluso en ocasiones con más rebeldía que muchos que por juventud deberían atesorarla, con aquellas cosas que con los años ha convertido en su agarradero ético. No cabe duda de que la presencia eterna del torbellino de mi madre a su lado ha sido y es pieza esencial para mantenerlo alerta. Para obligarlo a seguir aprendiendo, lo cual supone a veces rectificar, encauzar, perdonar, seguir. Unas habilidades éticas que, por cierto, nada tienen que ver con los dioses sino con lo radicalmente humano.
Hoy que mi padre cumple 82 años, y recordaba conmigo cuánto ha cambiado este país desde que él naciera en plena posguerra, lamentándose de que ahora algunos quisieran pisar la marcha atrás, no he dejado de pensar todo el día en esa "comunidad de aprendices", a lo Marina Garcés, que, sin saberlo, formamos. El maestro de profesión y convicción, yo aprendiz de profesor. Los dos con tanto sin saber y tanto por dudar. Tal vez, al fin conscientes de que la vida era esto. Memoria, tiempo que pasa, instantes que multiplican segundos y un permanente transitar por la frágil cuerda de la duda. Por eso cumplir años, en mitad de ese camino propio de trapecistas, no puede ser sino una feliz noticia comparable a la de quien ha avanzado un paso más por ese hilo que nos obliga, día sí y día también, a hacer juegos malabares. Como si la X de la ecuación estuviera siempre por despejar... Descubriendo que la vejez, esa palabra a vindicar, es un regalo para quienes, pese a la artrosis o los insomnios, aún pueden ver el vaso medio lleno.
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