Uno de los mayores regalos que me ha hecho la vida, y más en concreto, la vida feminista, es sentirme parte de redes de mujeres con las que no dejo de aprender, de cuestionarme a mí mismo y de acercarme al mundo con otra mirada. Con la que necesariamente es distinta a la mía porque yo no he podido vivir, y a veces en consecuencia sufrir, lo que ellas llevan escrito en sus cuerpos y en su memoria. Gracias a las mujeres con poderío que hay en mi vida no dejo de descubrir a otras mujeres, en esa suerte de red infinita que ellas saben tejer como nadie. O como mínimo mucho mejor que nosotros, siempre tan ocupados en demostrar nuestra hombría ante los iguales y en trenzar pactos de poder que nos permitan sostener la ilusión de creernos superiores a ellas. Ilusos.
Fue una de estas redes de mujeres diversas, mayores, apasionadas,
luminosas, comprometidas y muy muy generosas, la que dejó en mi mesilla de
noche la novela “Leña menuda” de Marta Barrio. Un libro que llevaba
meses guiñándome y que yo, intencionadamente, lo hice esperar hasta que
llegaran los días de sol eterno en que tanto me gusta leer sintiendo las olas tragándose
mis pies. Poco antes de que al fin pudiera escaparme a mi paraíso gaditano,
tuve además la suerte de que ese grupo de feministas sin púlpito que me acoge
con tanto cariño, me permitieran conocer a la autora, conversar con ella y alimentar
todavía más si cabe mis expectativas. Fue en el curso de verano que cada mes de
Julio desde hace ya unos cuantos unas mujeres admirables – Mercedes de Pablos,
Amparo Rubiales, Blanca Rodríguez, Adela Muñoz – han convertido en una
suerte de “retiro feminista” en el que sobra la verticalidad y en el que entre
todas se alimentan las ganas de saber y de avanzar. Pura vitamina que justo llega
en ese momento del año en el que todas y todos nos encontramos al borde del
precipicio. Este julio, en los cursos de verano que la Universidad Pablo de Olavide
organiza en Carmona, se debatió sobre Mujeres y Justicia, un contexto en el que
no podía encajar mejor una novela como la de Barrio. Una mujer joven, aparentemente
frágil, de verbo suave pero contundente y que nos dio muchas claves para
entender por qué “Leña menuda” es un libro que, entre muchas cosas, nos plantea
lo limitado que acaba siendo el Derecho cuando se enfrenta a la complejidad de la
vida. Algo de lo que tanto saben las mujeres, entrenadas por los siglos de los siglos
en entender la diferencia entre Derecho y Justicia.
La novela de Marta Barrio, que se mueve entre lo desgarrador
y lo revelador, y que carece, afortunadamente, de ese tono de confesionario que
con frecuencia domina la “auto ficción”, nos muestra todos esos hilos que
forman el nudo de la maternidad. Esa experiencia que solo pueden vivir las
mujeres y de la que los hombres apenas si somos capaces de entender en el mejor
de los casos, y por ósmosis cómplice, una mínima parte. En estos tiempos en los
que asistimos a una revancha patriarcal en la que de nuevo se cuestiona la
autonomía sexual y reproductiva de las mujeres, y en la que se evidencia que los
derechos no se conquistan de una vez para siempre, la lectura de esta historia
de precipicios morales y dolores que se hacen carne nos abre los ojos ante lo
que debería ser la evidencia de uno de esos territorios de la Justicia que todavía
hoy se les resisten a las mujeres. Tan marcadas por la censura moral, los
castigos religiosos y las sanciones jurídicas. Tan lejos aún de una realidad,
la de su autonomía, que las libere de la culpa y de las soledades. Tan ausentes
de un pacto social que, hecho por hombres, no tuvo presente, y sigue sin
hacerlo, la realidad de la mitad de la Humanidad, esa mitad que puede o no
puede ser madre, que puede quererlo o arrepentirse de serlo, que no debería
vivir como una lucha lo que no debería ser sino proyección gozosa de su cuerpo libre
y de su proyecto vital. Un proyecto frente al que nosotros, los hombres,
también los padres, apenas sí somos unos espectadores que, en el mejor de los
casos, nos arremangamos al ritmo de la nueva masculinidad. Lejos, sin embargo,
de las estrías y las cicatrices, de la sangre y de la duda, de la inquietud y
el dedo acusador. De los monstruos y de los niños no nacidos. De la vida que
más allá de una ficción jurídica se encarna en un vientre de rugidos y
posibilidades.
Los hombres deberían leer la novela de Marta Barrio y no sólo
porque es un ejercicio literario de altura, que a veces parece moverse entre el
ensayo más concienzudo y la narrativa con pulsaciones que rompen en dos las
páginas, sino porque nos ayudaría a hacer un ejercicio de empatía. Porque sería
un primer paso para ponernos en lugar de ellas y para entender que eso que
jurídicamente llamamos autonomía sexual y reproductiva debería estar en el
lugar privilegiado de nuestras Constituciones. Por más que el Derecho esté
lleno de ángulos ciegos y de que la vida supere la ficción. Sería un buen
ejercicio para superar nuestra posición de espectadores y convertirnos en
militantes por la igualdad. Ese horizonte que también tiene que ver, y mucho,
con la sangre menstrual, con los plazos del Código Penal, con las cuentas bancarias
que abren posibilidades y con un Estado que en sus adjetivos parece olvidar que
las mujeres continúan siendo las más vulnerables entre los vulnerables.
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