The tender bar, adaptación de las memorias de J.R. Moehinger, editadas en España como "El bar de las grandes esperanzas", no es una gran película. Está lejos de la calidad cinematográfica de Buenas noches, buena suerte o Los idus de marzo, con las que George Clooney demostró que, además de un actor competente y un hombre-anuncio de película, es un director a tener en cuenta. Pese a sus limitaciones, hay en la historia que cuenta - que no es sino la de la búsqueda de la identidad de un chico incómodo con los patrones de masculinidad que representa un padre ausente y, en general, con un mundo que no está hecho a la medida de mujeres como su madre- , muchos elementos que nos interpelan en torno hasta qué punto las expectativas de género son también cadenas para los hombres. Y de cómo urge ir buscando otras formas de expresarnos, de construirnos y de relacionarnos, entre nosotros y con las mujeres.
La historia de J.R., que desde su nombre renuncia al espejo que le ofrece el mal padre, nos muestra cómo es posible ir emancipándose de las pautas que desde pequeños nos marcan, y de cómo este proceso de ruptura va inevitablemente unido a una progresiva toma de conciencia de las injusticias que sufren las mujeres. En la película, que como tantas nos cuenta la pérdida de la inocencia del protagonista, J.R va forjando su personalidad gracias a la relación cómplice con su tío Charlie - sin duda, el mejor Ben Affleck desde hace mucho tiempo -, el cual sustituye al padre que no está y que representa, pese a sus lastres de machito de siempre, otras formas, aunque sean incipientes, de relacionarse y de sentir. El tío que trabaja en un espacio muy masculino, un bar, y que de manera expresa, en una de las más interesantes escenas de la película, le explica al sobrino lo que denomina "ciencia masculinas". Las reglas básicas que debe seguir un hombre de verdad y que tienen que ver con, sobre todo, la independencia, la autonomía y la posesión de ciertos objetos, como por ejemplo un coche, que son demostración de la potencia viril. Además, claro está, de asumir el papel cuidador de la madre, desde una concepción jerárquica y paternalista de quien se siente el "hombre de la casa". Un tío que, pese a ese aparente alineamiento con las más tradicionales reglas de género, establece con el sobrino una relación íntima y emocional, lejos de las que habitualmente desarrollamos los hombres entre nosotros. Un tío que, además, y ante la negativa de J.R. a entusiamarse por el deporte, no duda en ofrecerle un armario entero lleno de libros para que forje su sueño de ser escritor. No en vano, el bar donde el chico pasa buena parte de su tiempo se llama Dickens y es un libro del autor de David Copperfield el que le abrirá las puertas de su aprendizaje como lector. En este espacio, J.R. se va haciendo hombre leyendo y observando. Escuchando los consejos de su tío, analizando los silencios de su madre y preguntando por las ausencias de un padre irresponsable al que solo reconoce en el dial de la radio cuando encuentra su voz de locutor. En la casa de la familia de su madre, también encontrará un apoyo esencial en la figura de su abuelo, el cual confirma que el mundo sería mucho mejor si los hombres antes de ser padres fuéramos abuelos.
Más allá de la lucha de J.R. por construir una identidad propia, por hacer realidad su sueño de ser escritor y por, al mismo tiempo, no defraudar las expectativas de su madre, The tender bar nos muestra también cómo el protagonista toma conciencia de su clase, de un estatus social medido en función de los recursos económicos (el engaño liberal de la meritocracia), pero también cómo acaba asumiendo una conciencia de género que le permite no solo poner nombre a la violencia e injusticia, sino también denunciarla. La mejor lección que deberíamos aprender los hombres que estamos empeñados en desmontar una reglas del juego que generan tantas víctimas y que a nosotros también nos pesan como una losa. Un horizonte que nos obliga en muchos casos a rebelarnos contra el padre, a convertirnos en traidores con respecto la fratría de iguales y siempre, y en todo caso, a no mantenernos pasivos, y por tanto cómplices, ante aquellos que, pichas bravas, continúan empeñados en demostrar que solo por el sexo que les cuelga entre las piernas tienen derecho a ser los importantes.
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