Seguramente habrá quien reproche a la última película de Kenneth Branagh ciertos momentos de sensiblería, o que apenas entre en el análisis del conflicto entre católicos y protestantes, o que idealiza en exceso el territorio de su infancia. Puede ser que tengan algo de razón en todos estos reparos, pero por encima de ellos a mí Belfast me ha parecido una de las películas más bellas que he visto en los últimos meses. Entre otras cosas porque no pretende ser una película política, ni un documento histórico, ni una sucesión de imágenes que nos vende un discurso. Siguiendo la estela de obras tan cercanas en el tiempo como la Roma de Alfonso Cuarón o Fue la mano de dios de Sorrentino , el director recrea los días de su niñez en medio del polvorín que le tocó vivir, como si viviera en una especie de salvaje Oeste, y en esa recreación el conflicto político, y la violencia que genera, es un telón de fondo, porque lo que realmente le interesa es situarnos en la mirada del niño que fue y en los vínculos familiares y afectivos que lo sostenían. La patria de la infancia: ese territorio que acaba siendo fuente de tantos pulsos narrativos.
De ahí que lo más hermoso y emocionante de Belfast, rodada en un blanco y negro que nos lleva a la dura realidad pero también a la textura de las películas más clásicas, sea cómo a travé de los ojos y sentimientos de Buddy, el niño protagonista, también nosotros vemos y sentimos a su padre ausente y sin embargo heroico (padre, patria, patriarcado), a la madre presente y sostenedora, a esos abuelos que son el refugio último donde aprender y sentirse querido, a los amigos del barrio o a ese primer amor que Branagh nos cuenta ligado al amor por saber. Como si el Cinema Paradiso de Tornatore se hubiera despojado de calidez mediterránea y se hubiera apropiado de la pasión que también vive en la niebla y la humedad. Todo ello sin olvidar, porque también es uno de los núcleos de la historia, el lugar de la clase obrera, las luchas de los más vulnerables, la mirada de clase que para nada hoy nos debiera parecer añeja.
La obra más personal y redonda del director de Mucho ruido y pocas nueces es también una declaración de amor al cine, esa patria que podría ser la que sin fronteras ansiaba Virginia Woolf. A la energía sanadora y a la ventana abierta hacia la libertad que suponen las pantallas. Al ritual colectivo que implica en una sala oscura compartir risas, lágrimas y aventuras. A la explosión de color que siempre el cine ha supuesto frente a la cruda monotonía de la selva que con frecuencia es la vida de afuera de la sala. A esas sesiones que yo por ejemplo todavía mi recuerdo de los domingos por la tarde en el cine de mi pueblo en el que lo mismo veíamos un western, que Supermán, que El planeta de los simios o una de terror. Y, claro, es inevitable en este punto sentir nostalgia por lo que parece que hoy empieza a convertirse en eco de lo que fue, cuando muchos y muchas han empezado a sustituir, hemos empezado a sustituir, la celebración casi religiosa de la sala oscura por la líquida presencia de las pantallas que dejamos caer en los cojines de nuestros sofás.
Belfast, que además apenas dura hora y media, en contraste con los excesivos metrajes con los que ahora nos torturan tantos directores que confunden cantidad con calidad – a ver quién la hace, o quién la tiene, más larga - , está repleta de pequeños detalles de esos que son propios de un artesano que no puede sino mimar el mundo en el que se siente realizado. Desde la banda sonora a la descripción de los personajes, y pasando por mensajes que no necesitan explicación como esas miradas tras las ventanas o la decoración de los interiores, todo en esta película está hecho para que el espectador o la espectadora sienta que le están contando un trocito de vida. Incluso, insisto, con el riesgo evidente de que haya momentos que nos lleven a que se erice la capa más superficial de nuestras emociones, como por otra parte saben hacer quienes dominan a la perfección los mecanismos seductores de la cámara.
Belfast, que es de esas películas que me gustaría compartir con mis padres y con mi hijo, debe mucho, claro, al acierto de unos actores y de unas actrices que encarnan a sus personajes y que responden a la perfección al impacto que el creador quiere conseguir en nosotros. Así, la belleza idealizada del padre (Jamie Dorman) y de la madre (Caitriona Balfe), la ternura y la lucidez templada del abuelo (Ciaran Hinds) y de la abuela (siempre inmensa Judi Dench), y no digamos la curiosidad a flor de piel y el aliento inquieto de Buddy, interpretado con frescura e intensidad por un Jude Hill que nos gustaría que no creciera nunca. Como nos gustaría a todos y a todas bailar en ese final tan festivo, y tan propio del cine como lugar donde habita el arco iris, en el que nos enamoramos de un Jamie Dorman sin sombras que lo desfiguren. Everlasting love.
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