A lo largo de mi vida he tenido muchas amigas, más que amigos, aunque últimamente parece que empiezan a invertirse los términos, sobre todo desde que empiezo a encontrarme con hombres que han renunciado a los mandatos exigentes de la virilidad. De esta manera en los últimos años he ido sumando amistades masculinas que en otro momento habrían sido imposibles, más allá de la lógica que nos obliga a convertirnos en pares que compiten y que se exhiben continuamente. En este sido para mí han sido muy importantes las redes sociales, sin duda un espacio lleno de peligros, pero también de oportunidades para encontrar cómplices y generar redes que, con suerte, pueden hacerse sólidas. Salvo estas alegrías recientes, en mi vida anterior ellas fueron las que llegaron a compartir conmigo determinados vínculos, que hubiera sido impensable mantener con ellos. Han sido ellas con las que he me he atrevido a mostrarme frágil, dubitativo y siempre alumno. Nunca estaré lo suficientemente agradecido a todo lo que ellas, tan fuertes, tan luchadoras, tan auténticas, me han aportado. Cuánto han hecho ellas para que yo al fin esté en el proceso de convertirme, algún día, en un ser sin etiquetas.
He leído a muy pocos hombres que escriban sobre sus amistades con mujeres. Estas, para los escritores, no son más que esposas, amantes o arpías. Es muy difícil encontrar, en sus obras, otro tipo de vínculo que supere los estrictos márgenes de unas relaciones que comparten la concepción jerárquica del vínculo. Para mí, sin embargo, me ha resultado siempre más fácil entablar relaciones horizontales con ellas que con ellos. Y, si en todo caso, ha habido una cierta jerarquía ha sido a favor de ellas, en cuanto que siempre han sido más sabias que yo. Una jerarquía no traducida en poder, ni en dominio, ni en malas artes. Seducción del conocimiento y de la experiencia.
Desde pequeño siempre me gustó relacionarme con gente mayor que yo. Me aburría, incluso de niño, relacionarme con los de mi edad, algo que se hizo más evidente durante la adolescencia y mi juventud. Me aburría enormemente con mis compañeros de clase, o incluso con mi pandilla. Nunca me sentí parte de esa pandilla ideal que he visto en tantas novelas y películas. Por eso me imagino que acabé odiando tanto a Los cinco de Enid Blyton. Prefería sentarme en una reunión de mayores y escucharlos hablar, observarlos, seguir sus gestos y sus palabras. Por eso me gustaba tanto pasar tiempo con mis tíos y mis tías, que cuando yo era pequeño tenían alrededor de los treinta y vivían la efervescencia de los años de la transición. Disfrutaba conociendo las músicas que ellos y ellas escuchaban, yendo al cine a ver las películas en las que dejaban entrar a “menores acompañados”, o descubriendo libros y autores sobre los que nadie me hablaba en la escuela.
Aunque siempre tuve muchas amigas de mi edad, también en este caso preferí a las que me superaban en años. A veces fantaseo con que si me enamorara de nuevo de una mujer, algo que no descarto, sería una mujer mayor que yo. Pensando en ellas me doy cuenta de que a lo largo de mi vida se han repetido insistentemente, con ligeras variaciones, dos modelos de amiga. Uno podría ser el de amiga/madre, es decir, esas mujeres que desde la distancia de los años y la experiencia me han visto siempre, o al menos eso he sentido yo, como un hijo, o como un hermano pequeño, al que no solo querían, sino al que también tutelaban. Frente a la autoridad que yo detectaba en mis padres, en ellas sentía un proceso seductor que me llevaba a su terreno, que me hacía abrir los ojos y que, no sin dolor a veces, me iba puliendo.
Una de esas amigas constantes ha sido Charo, con la que coincidí en la Facultad. Ella era profesora de Historia del Arte en un instituto, y no sé bien por qué tremendo avenate había decidido estudiar Derecho. Aunque podría ser mi madre, nos convertimos en inseparables durante aquellos años. Creo que aprendí más a su lado que en las aulas. Con ella fui por primera vez a un concierto de música clásica, a un espectáculo de ballet, a Italia. Fue ella la que me descubrió ciudades como Roma o Florencia en las que años más tarde viviría algunos de los momentos más bellos de mi vida. Ella era la guía de todos los rincones, y no solo de los geográficos. A cambio de su enseñanza en cada ciudad yo compraba una postal y se la escribía, como si fuera a enviársela por correo ordinario y ella la recibiera en Córdoba. Charo me descubrió paisajes, novelas y amores, me permitió comprobar que otras mujeres eran posibles más allá de las que habían dominado mi infancia, me animó a que desplegara toda la pasión que yo escondía por miedo. En ocasiones se convertía también en una madre, cuidadora, exigente, hasta represora. No le gustó nada, por ejemplo, la chica a la que conocí en el último año de carrera y con la que me escapaba a ver películas de Woody Allen. Se ponía celosa y hasta censora. Amor de madre. Ahora, después de tantas vueltas que ha dado la vida, sobre todo la mía, la he recuperado por las redes sociales. Hablamos, intercambiamos opiniones, archivos, fotografías. Ella apenas sale, hace siglos que no la veo, pero sigue ahí. Tengo la sensación de que de alguna forma se han invertido los papeles: es ella la que ahora aprende de lo que yo hago, la que está de retirada mientras observa lo que su “hombrecito” trama. Charo me enseñó mucho de arte, que es a lo que siempre se dedicó. Ella, como otras tantas mujeres, ha sido esencial en el aprendizaje de que el secreto de la vida está en despertarse, cada día, con la intención de que hagamos de él lo más parecido a una obra de arte. Un disfrute para los sentidos, un goce para el cuerpo, una fiesta para el alma. El arte de la vida.
Fragmento de AUTORRETRATO DE UN MACHO DISIDENTE, editorial Huso, 2017.
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