Fui de esos niños a los que le tocó sufrir los últimos
coletazos de una educación franquista en la que nosotros hacíamos gimnasia
separados de las niñas. Tuve además la mala fortuna de tener en Bachillerato un
profesor que hizo todo lo posible para que odiara el deporte y sus alrededores.
Vivía los días que tenía clase con él como un auténtico martirio. Desde que amanecía
no podía quitarme de la cabeza ese rato de por la tarde en el que me sentiría
humillado ante mis compañeros y en el que una vez más me sería imposible
demostrar que yo estaba en el buen camino. Es decir, que me iba a convertir en
un hombre de verdad y que lo demostraba con mi fortaleza física, con mi cuerpo
musculado y con un afán competitivo que me llevaría a entender la vida como una
carrera en la que siempre habría un cronómetro midiendo tiempo y velocidad.
Nada de eso podía demostrar un adolescente como yo que era rellenito, empollón
y demasiado sensible, sobre todo si me comparaba con unos colegas de fratría
que andaban todo el día como si llevaran una pistola en cada mano y que
parecían no descansar nunca en su necesidad de mostrar al mundo lo machotes que
eran. Una puesta en escena que nuestro
profesor de gimnasia llevaba a la máxima expresión cuando para animarnos en las
espalderas nos amenazaba con ser penetrados por el culo. Es decir, la amenaza
de ser un maricón de mierda, junto al suspenso en gimnasia, era uno de esos
mandatos de género de los que solo muchos años después me pude liberar, cuando
empecé a tomar conciencia de que el modelo de masculinidad patriarcal era una jaula
y que me había pasado media vida tras los barrotes.
Gracias a la mirada crítica del feminismo, y a los pocos
estudios que hace unos años había sobre la construcción sociocultural de la masculinidad,
entendí mucho mejor cómo el cuerpo, una determinada concepción del cuerpo, ha
sido y es parte esencial de nuestra definición de hombres. Ajustado a nuestro
papel de sujetos omnipotentes, proveedores, productores y heroicos, el cuerpo
ha sido siempre para los hombres una máquina, una herramienta más de conquista
y dominio, una carcasa a la que ha habido que mantener lo más fuerte posible
pero no tanto por razones de salud y bienestar sino como abanderada de nuestro
poderío. Fue así como empecé a entender cómo los gimnasios se habían convertido
en nuevos santuarios de la masculinidad y cómo me sentí nuevamente perdido y
humillado en unas aplicaciones de ligoteo donde todo parecía medirse en función
de lo que los cuerpos cotizan en el mercado de la carne. Una especie de
cosificación, sí, pero en un sentido contrario a la que experimentan las mujeres.
Mientras que ellas son cosificadas para mantenerlas en un estatus subordinado,
nosotros lo somos siempre para continuar siendo los “invictus” del anuncio. Tal
y como por ejemplo nos demuestran algunos de esos “nuevos” líderes políticos
que no dudan en lucir músculo y cuerpos a rebosar de grasa machista.
A pesar de lo mucho que he estudiado y he reflexionado sobre
estos temas, y del proceso de revisión y
de disidencia en el que llevo enfrascando varios años, todavía sigue siendo
algo pendiente para mí la reconciliación con mi cuerpo, en paralelo al trabajo apenas
iniciado sobre la dimensión emocional y cuidadora que buen hombre siempre
estimé que era secundaria. Sigo, como buen machito que soy, todavía excesivamente
marcado por unas expectativas de género que, cuando me miro en el espejo, se
traducen en fracaso porque estoy lejos de ser ese tipo fibrado y musculoso que,
al parecer, es el que más liga, el que más likes acumula en Instagram y el que incluso van por la vida como si pisara
con más fuerza. Quizás porque su autoestima está siempre al alza en un mundo en
el que representa el objeto del deseo tanto de hombres como de mujeres.
Los meses de estado de alarma, que me han regalado más tiempo
y me han quitado excusas para enfrentarme a todo lo mucho que hoy por hoy me
queda por revisar del hombre privilegiado y protagonista en que me convertí, a
pesar de mi profesor de gimnasia, me han permitido, y no es cosa pequeña en mi
caso, reencontrarme con mi cuerpo desde una dimensión distinta a la que todavía
me pesaba en la mochila. Es decir, he ido asumiéndolo desde la perspectiva de
mi bienestar, de la alegre celebración de las imperfecciones, de sostén de lo
que cada día me hace moverme por la vida más con templanza que con prepotencia. Que mi cuerpo humano, extremadamente vulnerable, es un factor esencial de mi fragilidad y que ésta me define como ser interdependiente. Me he dado cuenta al fin de lo importante que es guardar equilibrios entre lo
de dentro y lo de fuera, incorporar hábitos (sin caer en excesos dogmáticos)
que nos hagan más flexibles y ligeros, pero no para poder ganar una competición
sino para ir por los días con la energía luminosa de quien sabe que la fortuna
reside en el viaje a Ítaca. En todo este periplo ha jugado un papel muy
importante alguien que se ha asomado a mi casa, como a las de tantos y tantas,
todos los días. Gracias a Cesc Scolá, al que no conocía de nada porque no he sido espectador de
Operación Triunfo, he incorporado a lo cotidiano la necesidad de escuchar a tu
cuerpo, mantenerlo con vida, sentirlo en sintonía con lo que bulle por dentro,
hacer de él no una máquina sino ese
cómplice en el que te apoyas para que no te falten las ganas de viajar. Pese a
disponer de un físico que podría situarlo en el púlpito de los machitos reinantes,
Cesc no aparece como el superhéroe que nos salva, ni como el sheriff del
condado que impone su ley, sino que siempre trata de colocarse en lugar del
otro y de la otra, de ser empático, de no dictar reglas incontestables. Y lo
hace sin creerse el rey del mambo, sino asumiendo sus propios errores,
echándole humor a sus flaquezas, reconociendo debilidades y generando confianza
no por obra y gracia del bastón de mando sino a través de la complicidad que
genera una sonrisa.
Durante estos meses de encierro, e incluso cuando tras el fin
de la alarma mi ánimo me lleva a quedarme en casa más que a ir de terrazas, mi
cita diaria con Cesc ha sido una oportunidad no solo para mantenerme en forma
sino también para seguir dándome cuenta de que no necesito un cuerpo parecido a
un látigo sino más bien un tronco cuyas raíces me permitan ser más feliz conmigo
mismo y con quienes me rodean. Cruzo los dedos pues para que ni la fama, ni las
propuestas comerciales, ni las redes sociales, conviertan a Cesc ni en juguete
roto ni en un ídolo de fanáticos de los gimnasios. Mientras que llega septiembre,
volveré una y otra vez a sus programas almacenados y seguiré aprendiendo de y
con él que sin baile, y sin calcetines de colores, no habrá revolución masculina
que valga. Una revolución que contará con plurales e imperfectos cuerpos o no será tal revolución.
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