Cuando pase un cierto tiempo, y tenga una mayor perspectiva
que la que ahora siento tan condicionada por la incertidumbre del presente,
debería hacer un recorrido por los libros leídos durante el estado de alarma.
Creo que, sin ser en muchas casos consciente de mis elecciones, mis lecturas
han sido y son reflejo de los turbulentos estados de ánimo vividos, de las
muchas preguntas sin respuesta que me he planteado, de los cientos de
propósitos de enmienda que me he hecho pensando en que ya nunca la realidad volverá
a ser como antes. He leído libros que tenía pendientes desde hace meses,
incluso años, he revisitado alguno de esos que casi siempre están en mi mesilla
de noche y también me he acercado a otros que me han llegado por alguna
recomendación que alguna amiga, sobre todo amigas, o algún amigo me ha hecho.
Una de esas recomendaciones fue un libro al que yo no le había seguido la pista
y que un amigo me recomendó con insistencia una tarde del mes de abril. El infinito en un junco, de Irene
Vallejo, llegó así a mis días como el paquete que llega en manos de un
mensajero y que abres, al menos a mí siempre me pasa, con el nerviosismo propio
de un niño ante un regalo de Reyes. He de confesar que me costó, supongo que
porque en aquellos días mi cabeza estaba singularmente espesa, enrolarme en la
aventura que nos propone la autora. Pero una vez pasadas las primeras
reticencias, y tal vez cuando me hice con el pasaporte adecuado para el viaje,
he vivido gracias a Irene Vallejo una de las experiencias más intensas y emocionantes
de estos meses de confinamiento. Y no solo porque he viajado con ella, y he
aprendido muchísimo, sino sobre todo porque me he sentido más que nunca parte
de una comunidad, de una especie de club, como diría Alberto Manguel, en el que
todos sus miembros estamos contagiados por el virus de la lectura. Un virus
frente al que no cabe vacuna, ni la queremos, y que provoca el efecto
hermosísimo de volvernos algo más locos y locas a medida que acumulamos
lecturas en nuestras repisas.
El recorrido que hacemos con Irene por el mundo antiguo, pero
no solo por él, también por el presente y hasta me atrevería a decir que por el
futuro, nos descubre un sinuoso reguero de pólvora que, desde los viejos
papiros, llega hasta las pantallas en las que ahora no dejan de seducirnos las
palabras. Un reguero explosivo de emociones, aprendizajes y terremotos que,
pese a todo, nos ha ido haciendo mejores individuos, hasta el punto de que me
atrevería a decir que, frente a los agoreros, no creo que haya otra realidad
que nos sobreviva. Hasta el último minuto en el que este planeta haya vida
humana, un horizonte que me temo cada vez está más cercano, sobrevivirá, en el
formato que sea, esa medicina consistente en narrar, en dejar constancia de lo
que fuimos y de lo que nos dolió, en urdir una especie de testigo que nos une a
través de las generaciones. La historia de los libros, de las bibliotecas, de
las librerías, de los escritores y de las escritoras, de los lectores y de las
lectoras, que nos cuenta El infinito en un junco, no es otra cosa que la
del empeño de la Humanidad en construir una traducción literaria de una suerte
de justicia intergeneracional.
Pero de todo lo que he aprendido con Irene Vallejo, en un
libro del que, aunque sobre todo hable del pasado, a mí cuando más me gusta es
cuando lo hace del presente y de las propias emociones de la autora, lo más
significativo, y lo que más incluso me ha interpelado en estos días tan raros,
es comprobar cómo la lectura es una experiencia radicalmente colectiva. Por
mucho que cada uno la viva a nivel personal e íntimo con el libro que tiene
entre manos, esa experiencia se suma necesariamente a la de otros y otras, enlaza con el caudal creativo del
autor o de la autora, con las manos artesanas que le dieron forma de objeto,
con las vivencias y sentires de quienes lo leyeron antes y de quienes lo leerán
después. Sin darnos cuenta, cuando leemos un libro, somos parte de una
comunidad.
Además, y como bien explica la autora, y está bien advertirlo
en estos tiempos de odios y de rechazo de la disidencia, no hay espacios más
democráticos que una librería o una biblioteca, en las que conviven
convicciones, miradas y horizontes tan diversos como somos los seres humanos.
En ellas están todas nuestras luces y sombras, todas las ideologías y
creencias, todas los colores y todos los deseos. Y conviven sin tensiones, sin
que el libro de la estantería de la izquierda increpe al de la derecha, sin que
el lector o la lectora que acude con curiosidad se sienta agredida ante la
evidencia de que caben mil respuestas a sus preguntas. Quizás no estaría de más
recordar en estos momentos de tanta ira el valor democrático que tienen las
bibliotecas y las librerías como espacio de pluralismo, de palabras que
dialogan y no se enredan en trifulcas sin sentido, de amores y pasiones que no
entienden de posesión sino de disfrute. Y, por supuesto, como así comprobamos
en esas voces de mujer que la autora nos recuerda no tuvieron las mismas
oportunidades que nosotros para hacerse escuchar, la escritura y la lectura
siempre han sido, y siguen siendo, ese espacio en el que los y las diferentes
descubren que no existe la normalidad.
El infinito en un junco, que es también la obra de una cinéfila que, como el
que esto escribe, necesita de la gran pantalla para nutrir sus emociones, es
una de esas lecturas que quedan en el disco duro como ese archivo al que
siempre vuelves en busca de inspiración. Quizás porque en ella descubrimos que
los libros nos ayudan a ser juncos salvajes, como aquellos chicos de la
hermosa película de Techiné. Y que la vida, gracias a ellos, no es otra
cosa que ese bamboleo que, en nuestra fragilidad, nos mantiene bailando como si
la fiesta nunca fuera a terminar.
Publicado en diario Público, 2 de junio de 2020:
https://blogs.publico.es/dominiopublico/33199/los-libros-como-experiencia-democratica/
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