Supongo que heredé de mi padre y de mi madre, a quienes recuerdo
cuando yo era pequeño muy pegados siempre a lo que entonces se llamaba un
transistor, la necesidad de tener cerca de mis oídos el eco de otras voces, ventanas
que me abren la vista a otros paisajes, la templanza y el aprendizaje de una
buena conversación, y la música, siempre la música, mucha música para bailar.
Porque yo, como Enma Goldman, si no se puede bailar, no es mi revolución. Crecí
pues con la radio pegada a mi cuerpo de niño tímido y reflexivo, me acompañó en
mis años universitarios e incluso durante los meses que pasé en Roma no hubo
noche en que no tratara, entonces sin Internet, de encontrar, aunque fuera con
interferencias, las palabras que me contaron la muerte de Lola Flores o algún
terrible atentado terrorista. Como después he tenido la suerte de tener un
trabajo que en gran medida me implica estar a solas y ante la pantalla de un
ordenador, en el presente la radio, ahora a través de sus más diversos modos de
escucha, se ha convertido en una pieza más de ese puzle con el que el cada día
trato de lidiar, o sea, ese hombre imperfecto y dubitativo que cada día que
pasa descubre que es más vulnerable.
Pensaba en todo esto justo hoy, cuando Julia Otero y todo su
equipo (la enorme Carmen Juan, el travieso Goyo Benítez, ...tantas voces que están en una carpeta privilegiada de mi disco duro), celebran una cifra tan redonda como los 3000 programas. En unos días,
semanas, meses, de tantas tristezas, de tantas fracturas, de tantas esperanzas
jodidas, hoy encuentro con ellas y con ellos, con todas las mujeres y todos los
hombres que hacen que la máquina de JELO funcione cada tarde con la solidez de
la veteranía pero sin perder la chispa de quien lo tiene todo por descubrir,
motivos para la celebración. Porque hay que reconocer y aplaudir que durante
tantos años, y muy especialmente en tiempos complejos, cuando el ruido nos impide
traducir las palabras de otros y de otras, haya sido y sea posible encontrar cada
tarde un espacio en el que uno redescubre la bondad de la democracia. Es decir,
el necesario y nutritivo germen del pluralismo, los gozosos diálogos que nos
generan dudas y nos plantean preguntas, el humor tan importante para levantarte
cada día distanciándote de las sombras, los diversos mundos que caben en el
nuestro.
Durante tantos años ya, tarde tras tarde, durante todas las estaciones, en
mi casa, en mi Facultad, caminando por la ribera del Guadalquivir, en la cocina
de mis cafés y mis meriendas, o tomando el sol en mi terraza, e incluso durante
estos últimos meses en que yo también he vivido en lo alto de un precipicio,
me he reconocido y al mismo tiempo me he sentido cuidado en esa franja del dial,
como antiguamente se decía, en la que la voz de Julia, tan puñetera a veces y
tan seductora siempre, me ha interpelado con inteligencia. Por todo ello me
sumo a la celebración, a la esperanza que tanto se hace de rogar en estos tiempos
inciertos, a los deseos de que, en cualquier pandemia, en cualquier estado de
alarma, en cualquier crisis, pero sobre todo, en cualquier día de la nueva
realidad que estamos viviendo, la radio
siga ahí, imbatible, como una especie de último bastión de la templanza. Y cruzo
los dedos para que esa radio siga siendo de Julia cada tarde, muchas tardes, en
cualquier estación del año, con mascarilla y espero que también sin ella, como
si fuera ese azucarillo que metafóricamente le pongo al café que me gusta solo
y bien cargado. Esa dulzura, nada exagerada ni cursi, que hace que yo, tan
solitario y (falsamente) independiente, me sienta parte de un todo en el que entiendo
que solo soy porque son los demás.
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