El patriarcado no es solo una
estructura de poder o un sistema que reparte de manera asimétrica derechos y oportunidades en función del sexo, sino que es
también, y ante todo, un orden cultural. Es decir, el patriarcado ha necesitado
siempre y continúa necesitando hoy un andamiaje construido sobre discursos,
imaginarios y relatos colectivos en los que sostener el binomio supremacía
masculina/subordinación femenina. A lo largo de la historia los hombres han ido
construyendo narraciones que han sido determinantes en la configuración de las
subjetividades de unos y de otras. Ahí está la mitología clásica como buena
muestra de cómo entender por ejemplo la masculinidad heroica y violenta. Estos
relatos fueron posteriormente asumidos y multiplicados por las religiones, muy
especialmente por las monoteístas, que han sido las que no han duda en
santificar los “pactos juramentados” entre varones. El Dios hombre ha servido
para avalar la absoluta monarquía masculina y ha justificado la expulsión de
Eva no solo de paraíso sino también de los espacios comunes en los que no
debería tener ni voz ni palabra.
En esa construcción de las
masculinidades sagradas, tal y como las define con acierto el teólogo Juan José
Tamayo, ha sido esencial la expulsión a las afueras de quienes rompían con la
norma heterosexual y, en consecuencia, con los pilares de un orden hecho a
imagen y semejanza de los patriarcas. De ahí que la homofobia haya sido y sea
un componente esencial en la construcción de una masculinidad hegemónica que
tradicionalmente han considerado traidores a los que se apartaban del régimen
heteronormativo. No hace falta recordar aquí cómo la homosexualidad ha sido
pecado, delito y enfermedad: las tres grandes herramientas de poder
disciplinario mediante las que en una sociedad se marca lo que vale y lo que
no, quien está dentro y quién fuera.
A estas alturas del siglo XXI, y
cuando las sociedades han ido superando en gran medida esos lastres homófobos,
resulta especialmente alarmante y doloroso que la Iglesia Católica continúe
manteniendo sus dogmas tradicionales y no se haya movido ni un centímetro con
respecto a lo que siempre ha pensado de quienes han hecho uso de su libertad
afectiva y sexual. Una discriminación que, lógicamente, está muy ligada al
mantenimiento de las mujeres en un estatus devaluado con respecto a los
hombres. Al final la homofobia, en un sentido amplio, no es otra cosa que la
expresión radical del rechazo a lo femenino, a lo que se identifica con las
mujeres. De ahí el valor simbólico de un insulto tan habitual entre varones:
eres un maricón, un mariconazo, una
nenaza.
Como tampoco el Papa Francisco ha
sabido remover con valentía esos lodos, tiene tantísimo valor el testimonio que
nos ofrece Krzysztof Charamsa en su
libro La primera piedra. Charamsa, que estaba situado en uno de los
más altos escalones del poder eclesiástico – era oficial de la Congregación
para la Doctrina de la Fe - saltó a todos los medios cuando en 2015 hizo pública
su homosexualidad y presentó a su pareja. El Vaticano reaccionó expulsándolo y
tratando de silenciar el asunto. Sin embargo, el efecto fue el contrario: la
experiencia de este sacerdote polaco servía para sacar a la luz la enorme
responsabilidad de la Iglesia Católica en mantener la humillación de tantos
seres humanos a los que desprecia por razón de su orientación sexual.
En su hermoso libro, sin duda uno
de los más desgarradores e intensamente comprometidos que he leído en los
últimos años, Charamsa parte de la al
fin asunción gozosa de su condición sexual: “Es el don para un homosexual tal como lo es la heterosexualidad para un
heterosexual. Es el don de mi Dios, el don de la naturaleza, el don de la vida.
Es la buena energía que se entrega a todo ser humano. La energía buena solo
puede ser contaminada por la homofobia.” Y desde esa posición de ser
absolutamente empoderado hace un llamamiento no solo a la urgente
transformación que en esta materia necesita la doctrina oficial de la Iglesia
sino también una necesaria reflexión sobre la histórica responsabilidad de la
misma en el dolor causado a tantísimas personas.
Siguiendo su relato biográfico,
en el que sin duda a muchos les resultará fácil reconocerse, es imposible no
entender cómo la dignidad es un concepto hueco sino lo construimos desde la
igualdad entendida como el reconocimiento de las diferencias. Este hombre,
fascinado por Judith Butler, y que como bien nos cuenta se salvó, como tantos,
gracias a novelas o películas en las que pudo ver y entender que no era ni un
enfermo ni un bicho raro, no se muerde
la lengua al hacer su denuncia: “Mientras
no se despierte de sus múltiples retrasos, la Iglesia aniquila espiritual,
psicológica y socialmente a los gais, no pocas veces llevándolos a la muerte
física: crea ese clima en que se hace fácil odiar a una persona gay, lesbiana,
bisexual, transexual o intersexual, una persona frágil cuya única culpa es
pertenecer a una minoría y tratar de ser feliz tal como es. Todo esto siembra
muerte, aunque nadie está en condiciones de probar cuántas son las víctimas ni
de demostrar las consecuencias de un discurso hecho con los labios sucios de
amor, que en realidad condenan a las personas.”
El polaco, que se emocionó tanto
al ver en el cine la imposible historia de amor de Ennis del Mar y Jack Twist,
pone su dedo acusador en una institución especialista en mantener una doble
moral y en generar un sentimiento de culpa que todavía hoy continúa minando la
vida de quienes sienten sobre sí mismos el látigo de la moralidad católica. Su
compromiso militante, ahora que al fin se siente libre y enamorado, un hombre
que al fin no ha de renegar de haberse enamorado de otro, le lleva a afirmar
cosas como la siguiente: “Estoy
convencido de que hoy la sociedad, para ayudar a la Iglesia, debería invitar al
clero y a los distintos curas a revelar públicamente la propia sexualidad.
Habría que preguntar a los obispos, sacerdotes, diáconos y catequistas cuántas
veces se masturban, cuántas veces sienten la tentación, en quién piensan en sus
fantasías –¿en una mujer o en un hombre? ¿o quizás en una orgía?–, hasta qué
punto son o se han vuelto asexuados... Se debería invadir la intimidad de los
curas, como hacen ellos con los creyentes en nombre de la Iglesia, porque esta
podría ser la única vía para hacer presión sobre la hipocresía de una comunidad
inhumana. Hoy la Iglesia necesitaría su propio Alfred Kinsey para que indagara
sin miedo y presentara la verdad sobre cómo están las cosas en el clero, en la
Iglesia «abstinente» del sexo. Una Iglesia que me ha herido durante toda la
vida en uno de los aspectos más delicados de mi personalidad, mi sexualidad
sana y natural, alimentando en mí un patológico sentimiento de culpa, un
verdadero terror.”
El retrato que Charamsa hace del
clero es demoledor: “En su conjunto el
clero nunca ha suscitado en mí emociones positivas: la mayoría de las veces se
comporta como un rebaño de hombres acomplejados y profundamente infelices, que
compensan los naturales deseos sexuales, sean homo o hetero, con la carrera, el
dinero y una exasperada búsqueda del poder y del control sobre los demás.”
Incluso no renuncia a su sentido del humor y a la ironía para evidenciar la
hipocresía de un espacio tan indecente: “El
clero católico es esa corporación que, vestida con ropas femeninas, veta
histéricamente que un chico se ponga una falda (como hacen los escoceses) e
intente salir a la calle así. Travestis que persiguen a otros travestis.
Sotanas, albas, casullas... Me pregunto cuándo el mundo empezará finalmente a
pedir explicaciones sobre la presunta necesidad de estos uniformes.”
El gran valor de La primera piedra, y más allá del relato
de lo que ha sido todo un proceso personal de lucha y de reconocimiento, es el
llamamiento que hace a revisar unos planteamientos teológicos y una moral que
hacen que la Iglesia Católica se mantenga muy alejada de los apelativos
cristianos a la igual dignidad del ser humano, al sentido emancipador que ha de
tener cualquier dimensión espiritual, a la raíz última del amor como motor que
hace posible que el individuo crezca y multiplique sus dones. Una revisión que,
por supuesto, ha de partir de la superación de la concepción androcéntrica y
patriarcal que sigue dominando las estructuras básicas del poder eclesiástico
y, por tanto, de la interpretación privilegiada de los dogmas y las escrituras.
Bastaría con atender, por ejemplo, a esas otras teologías que por el mundo
complejo del siglo XXI luchan por hacerse visibles, como las feministas, las
queer o todas las que en general nos remiten a un sur alternativo. Tal y como
bien explica Juan José Tamayo en su libro recién publicado Teologías del Sur. El giro descolonizador (Trotta, 2017).
Se trata de un horizonte urgente
e inaplazable porque está en juego la dignidad de millones de personas, la
felicidad y el bienestar de muchos seres humanos que todavía hoy son
perseguidos y anulados por su orientación sexual, la realidad de una democracia
que no podrá calificarse como tal mientras que ampare en su seno a colectivos e
instituciones que niegan cotidianamente
la efectividad de la igual dignidad de todos y de todas. El libro de Krzysztof, al fin feliz en su amada
Barcelona al lado de su amado Eduard, es todo un aldabonazo en las conciencias
y una magnífica lección de cómo los verdaderamente enfermos, pecadores o
incluso delincuentes son los que se empeñan en prorrogar y justificar la fobia
al diferente. Esos, como bien dice Krzistof, son las verdaderas “nenazas”.
http://www.huffingtonpost.es/octavio-salazar/krzysztof-charamsa-contra-las-masculinidades-sagradas_a_23227162/
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