DIARIO CÓRDOBA, 27-8-2012
Seguramente el ministro Wert ha tenido entre sus lecturas veraniegas algún que otro libro de María Calvo. En ellos, la profesora de la Carlos III defiende la educación diferenciada partiendo del presupuesto de que hombres y mujeres nacemos con condiciones, capacidades y habilidades distintas. Sus posiciones llegan al extremo en La masculinidad robada , en la que sostiene que en la actualidad los hombres estamos siendo feminizados, lo cual frena nuestro "impulso biológico hacia la cima de la jerarquía" y resta posibilidades a la acción y el movimiento que reclaman nuestro cuerpo y nuestro cerebro. A ello suma perlas tan peligrosas como que "la violencia masculina no es algo malo per se".
Estos argumentos parten del presupuesto de que "los niños y las niñas nacen con unas tendencias e inclinaciones innatas debidas a la marca biológica que las hormonas imprimen en su cerebro y en todo su ser y que afectarán posteriormente a sus preferencias, aptitudes, intereses, formas de socialización, a su afectividad y sexualidad, en fin, a su forma de ver y vivir la vida". De esta forma, las llamadas tesis biologicistas, que acaban por ejemplo reduciendo la violencia masculina a una cuestión de testosterona, justifican un neomachismo que enlaza con el que durante siglos ha marcado una diferenciación jerárquica entre hombres y mujeres. Y lo hacen sin tener en cuenta de qué manera los factores sociales y culturales condicionan nuestra identidad. Es decir, olvidando que, al margen de los muy discutidos condicionantes biológicos, somos socializados de acuerdo con unos patrones que han servido para mantener el estatus privilegiado de los varones. Es lo que trata de explicar la tan vapuleada perspectiva de género que analiza críticamente cómo la cultura nos hace hombres y mujeres de manera distinta, confirmando así la célebre sentencia de la Beauvoir: la mujer( y el hombre añado yo) no nace, sino que se hace.
No cabe duda de que durante siglos la escuela contribuyó a mantener esa distinción entre lo masculino y lo femenino. No hay más que releer el Emilio de Rousseau o recordar experiencias tan cercanas como la franquista. De ahí que una de las grandes conquistas de la democracia haya sido, al menos en teoría, una escuela pública basada, entre otros principios, en el de no discriminación por razón de sexo. Un principio que obliga a contrarrestar los factores culturales que provocan desigualdades, así como a fomentar la ruptura de las fronteras entre lo público/masculino y lo privado/femenino, así como la asunción de unas pautas que hagan posible la convivencia democrática y en su caso la gestión pacífica de los conflictos.
Dicho esto, es obvio que la educación diferenciada es una opción ideológica más, como puede serlo la marcada por una religión o por cualquier otro tipo de cosmovisión. Una opción cubierta por la libertad de enseñanza que garantiza la CE. Cuestión distinta es que los poderes públicos estén obligados a sostener unas escuelas que contradicen los valores constitucionales y, de manera específica, nuestro modelo educativo. De la misma forma que resulta muy discutible que apoyen económicamente centros con idearios marcados por religiones que discriminan a las mujeres. El gran problema de fondo, además de la incompleta transición al Estado laico que muchos soñamos, radica en una política de conciertos que fue auspiciada por el socialismo gobernante y siempre tan cobarde ante la opción más sensata: escuela pública sostenida por los poderes públicos y privada mantenida por los padres y las madres que opten por ella. Sin terrenos intermedios tan dados a la controversia y campo abonado para las "traiciones constitucionales". Ello habría evitado problemas como el que ahora vuelven a generar los que añoran que los chicos sean educados como Emilio y las chicas como Sofía. Una añoranza que no debería subvencionar un Estado que dice creer en la igualdad real de hombres y mujeres
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