En mi proceso de superación de la masculinidad heredada, no ha sido fácil reemplazar tanto genio machote que durante décadas forjó mi identidad. Mientras que me ha resultado relativamente fácil incorporar a mi biblioteca las voces de tantas mujeres de las que nunca me hablaron, ando todavía en la tarea de nutrirme de una genealogía de varones disidentes, contestatarios, rebeldes frente a los barrotes de la jaula de la virilidad. En este sentido, uno de los descubrimientos recientes ha sido el de Agustín Gómez Arcos, un completo desconocido en la memoria castrada de este país nuestro y uno de esos espejos en los que he podido leerme a mí mismo. En esa especie de singular epifanía que uno siente cuando al leer un libro, o rastrear una trayectoria, termina por abrazar ese reverso propio que nos resistíamos a querer.
El almeriense Gómez Arcos, que
vivió buena parte de su vida exiliado en Francia, donde siempre gozó de
reconocimiento y autoridad literaria, es uno de esos hombres en los que me
reconozco por varios motivos. No solo por su disidencia sexual, sino también, y
sobre todo, porque él representa una España que durante décadas no tuvo más
remedio que limitarse a sobrevivir, entre las cárceles, el exilio o los
armarios. Una matria de la que yo sí que me siento parte, a diferencia
de aquella que pregonan los que enarbolan banderas excluyentes, y que se nutre
de valores republicanos, convicciones laicas, intuiciones feministas y
horizontes de justicia social. La que incluso en un proceso tan santificado
como el de la transición acabó siendo reducida a una endeble nota a pie de
página en el relato oficial.
Descubrí a Agustín con su novela
El cordero carnívoro: uno de los libros más dolorosos y hermosos que
recuerdo, y en el que, como suele pasar en todas sus obras, confluyen una prosa
al borde de la poesía y una mirada incisiva, a veces cruel, a veces amorosa,
sobre los cuerpos (los personales y los colectivos). Creo que nunca he
experimentado la sensación de leer un relato tan contemporáneo, pese a estar
escrito hace décadas, y que con tanta lucidez nos habla de los polimorfos
procesos de la subjetividad. Unas emociones que no he dejado de sentir cuando
después fui devorando cada una de sus novelas, publicadas en España por Cabaret
Voltaire. Todas ellas vienen a constituir una suerte de archivo alternativo de
una España que para él siempre fue, pese a todo, “camisa blanca de su esperanza”.
Desde los horrores de la guerra y la posguerra – Ana no, El niño pan – a
la imperfecta transición democrática – Un pájaro quemado vivo- , pasando
por unos años de redescubrimiento de la libertad en los que Agustín se sintió,
una vez más, traicionado (El hombre arrodillado). Un tiempo en el que
supongo que se preguntaría hasta qué punto lo que para él significaba ser libre
tenía cabida en un país con tanta herida abierta.
Justamente Un hombre libre
es el título de la película que se estrena este mes y en la que su directora,
Laura Hojman, que ya nos robó el alma con sus hermosísimas Los días azules
y María Lejárraga. A las mujeres de España, rescata a Gómez Arcos y nos
ofrece un retrato que no es solo del personaje sino de toda esa matria de la
que Agustín huye pero a la que ama. Un ejercicio de memoria, o sea, de
presente, desde el que reconciliarnos con las notas a pie de página y con el
que, en estos tiempos de amenazas y regresiones, recuperar la energía de la
esperanza. Tal vez la mejor receta para, con el cine y la literatura, hacer
frente a tanto depredador que anda suelto. Y así confirmar, en palabras del
escritor, que una sociedad de iguales es aquella en la que al ver a los otros
nos vemos a nosotros mismos, maravillados al descubrir que somos únicos y
múltiples: “una infinidad de espejos que reflejara una única imagen”.
* La película UN HOMBRE LIBRE se estrena el próximo 28 de marzo.
* El artículo ha sido publicado en el número de Marzo de la Revista GQ ESPAÑA.
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