“No sé definir por qué pero me parece que esas ficciones guiadas por lo femenino tienen una capacidad narrativa de la realidad más amplia que con los personajes masculinos”
Walter Salles
Veo Aún estoy aquí el mismo día que leo acongojado en los periódicos el dato que revela que un elevado porcentaje de chicos jóvenes consideran que en determinadas circunstancias es preferible un régimen autoritario a uno democrático. Como docente llevo ya años preocupado por esta deriva regresiva, tan peligrosa, que no deja de crecer entre las generaciones más jóvenes, tan desubicadas. Y tan desmemoriadas. Vuelvo a confirmar la urgente necesidad no solo de recuperar el sentido radicalmente republicano de la educación, sino también la energía transformadora de lo común, así como el ejercicio democrático de conocer y reconocer las luchas por los derechos, las quiebras de la dignidad humana, el dolor que atraviesa los cuerpos cuando son negadas las libertades. Pensé mucho en estas urgencias cuando en los títulos de crédito finales fui reconociendo a los verdaderos protagonistas de la historia, la familia de Rubens Paiva en el contexto de la dictadura militar brasileña, y enlacé mis emociones con las que sentí hace décadas al ver Desaparecido de Costa Gavras o, más recientemente, al leer y luego ver en la pantalla el hermoso libro de Héctor Abad Faciolince, El olvido que seremos. Todas ellas relatos que nos muestran las heridas de América Latina, tal y como ha hecho Walter Salles en su filmografía, a través de las historias concretas de familias. Ellas se convierten en el núcleo que sufre las consecuencias más terribles de una desaparición: la incertidumbre eterna, el miedo constante, la imposibilidad casi de remontar el vuelo, la fractura de por vida.
En este caso, sin embargo, el relato adquiere otra dimensión porque el personaje de Eunice, la mujer de Rubens y madre de cinco hijos, se alza como una suerte de heroína que no solo reclama justicia sino que también lucha por mantener el equilibrio de un núcleo familiar que ha sido bombardeado y que ha quedado como un cuerpo atravesado por las balas. Ella se empeña en que las sonrisas no se borren de los rostros y que, pese al dolor, sea posible el milagro de seguir viviendo, de reinventarse, de salir a flote, como ella lo hace, convertida en un ser que sin dejar de ser para los demás es al fin también un proyecto en sí misma. Gracias a la inteligente y emocionante interpretación de Fernanda Torres, que encarna al personaje con una contundencia que nunca deriva en exceso y que logra- pareciera que sin esfuerzo alguno - el milagro de mostrarnos su músculo dramático sin que nos apabulle su entrenamiento, acabamos siendo parte de un proceso personal e íntimo pero que también es político. Y en el que, además, sentimos el horror sin necesidad de que sea mostrado expresamente. Nos sacude con apenas la percepción de un sonido, la tensión de un rostro, el silencio atronador que se impone en la casa de los Pavia o el frenazo mortal de un coche.
El gran mérito de Walter Salles es contarnos esta historia, que el hijo de Rubens, Marcelo, publicó en 2015 en forma de memorias, poniendo el foco en esa cotidianeidad rota, en un microcosmos familiar que bien podría ser la representación de todo lo que rompió la dictadura: la alegría de los vínculos, la luz de lo común, la música y los bailes de la amistad, las posibilidades del futuro. A través de Eunice, pero también de sus hijas y de su hijo, de los que nos bastan sus rostros para adivinar cómo están viviendo la tragedia, de la misma manera que antes supimos a la perfección de qué piel estaba hecho cada uno, ponemos cuerpo a esas terribles consecuencias que, más allá de la política con mayúsculas, se generan cuando las garantías del Estado de Derecho se pasan por alto y cuando los derechos son negados en nombre del orden administrado por unos pocos.
Aun cuando la película está a punto de caer en algún momento en la sensiblería, Salles la evita y nos conmueve porque nos muestra un trozo de humanidad en el que es fácil reconocerse. Y lo hace además con una delicada atención por los detalles, desde las músicas de la época al vestuario, pasando por las referencias culturales, las cartas o esa memoria familiar en forma de película de aficionada. El final de la historia tiene la épica propia de un personaje, Eunice, que es un ejemplo de mujer que hace carne y hueso las virtudes que tradicionalmente los artistas representaron en esculturas femeninas en épocas donde paradójicamente ellas estaban al margen. A la “mediterránea” Eunice, como la piropeaba Rubens, la historia la lleva de estar fuera de lo que los hombres entendían como peligroso e inadecuado para ellas a convertirse en protagonista de su destino, alzando el vuelo desde un pozo en el que podría haber quedado ahogada por la pena y la impotencia. Y no es una rebuscada casualidad que acabe siendo abogada y defendiendo los derechos de las minorías frente a las botas de los poderosos.
La sonrisa de Fernanda Torres, que al final es, en uno de esos maravillosos milagros cinematográficos, la de Fernanda Montenegro, su madre, es la clave de un aprendizaje que nos reconcilia con el sentido más radical de la democracia y de la justicia. Con la alegría que acaba siendo siempre la mejor arma contra quienes pretenden robarnos la libertad. La sonrisa y los vínculos que hacen de nuestra vulnerabilidad compartida casi una virtud ética.
PUBLICADO EN el blog Quién teme a Thelma y Louise de Cordópolis:
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