Como mi vida siempre ha estado ligada a las aulas, septiembre marca para mí el inicio de una nueva etapa. Ese momento en el que hago el ejercicio atrevido de situarme en la edad que tiene mi alumnado, cuando con ellos y ellas empiezo una vez más a desentrañar cómo el derecho garantiza nuestras libertades. Los últimos septiembres se me han hecho muy cuesta arriba y no solo, como coinciden todas y todos mis colegas, porque el nivel académico de los y las jóvenes haya ido de mal en peor, sino porque me estoy encontrando con unas generaciones tristes. Es excepcional encontrar en sus rostros la magia del entusiasmo, el brillo de la curiosidad e incluso esa transparencia que nos desnuda cuando estamos dispuestos a embarcarnos en cualquier aventura. Lo que encuentro mayoritariamente son silencios como losas, preguntas que no se atreven a hacerse, horizontes limitados al día en el que están y una pegajosa tristeza. Como si la juventud no estuviera siendo para ellos y ellas un tiempo de promesas sino más bien de clausura. Sin capacidad para imaginar el futuro y tan cansados ya de arrastrar mochilas en las que pesa toda la mierda que hemos ido almacenando sus mayores. Justo esa de la que apenas se salvan en los refugios narcisistas de las redes o en los rituales colectivos que les venden presentismo. La escurridiza ilusión de que la fiesta no ha terminado.
En los últimos años estoy dándome cuenta de que en estas condiciones es imposible la enseñanza fértil, los interrogantes como lianas, el conocimiento como espacio en el que reconocer nuestra fragilidad compartida. Las clases acaban convertidas en un espacio sin ventanas, en el que pareciera que todos y todas aún llevan mascarillas y en el que yo, docente imperfecto, me limito a reiterar el papel que tanto me incomoda. Como si en lugar de pasear por una habitación no supiera ni pudiera bajarme del púlpito. El pasaporte ideal para que también yo acabe vistiendo mi fracaso con un abrigo de lágrimas.
Este septiembre, en el que vuelvo a llenar mi agenda de propósitos no de enmienda sino de transformación, tengo la necesidad de reivindicar por encima de todo la alegría. Esa energía capaz de remover montañas y que es nuestro mejor arma frente al enemigo que siempre trata de mantenernos a raya, entre la domesticación y la amargura. Ese estado de ánimo ideal para que salvadores y profetas planten en nosotros la semilla de la rabia. La que detecto en tantos hombres que se sienten agraviados, en tantas mujeres desarmadas frente al cuento del empoderamiento, en tantos vecinos y vecinas que ya ni siquiera se preguntan por las promesas de la democracia. Empiezo a darme cuenta, y espero que no sea demasiado tarde, que solo la alegría será capaz de abrir los cuadernos de la imaginación, de rescatar el valor político de las utopías y de hacernos pensar en lo común. La alegría que se contagia y que se expande, como la risa, que se multiplica cuando de nuestra boca pasa a la de al lado. La alegría que, junto a la cultura, es la mejor vacuna contra el desánimo que cunde en estos tiempos de miedos e incertidumbre. La mejor bandera que podemos sujetar entre todos y todas frente a quienes tratan de convencernos de que la libertad, solo la libertad, nos hará libres.
Retomaré mi temario de siempre, al que sumaré otros derechos en construcción y nuevos dilemas que nos reconcilian con nuestra condición nómada, pero sobre todo intentaré, desde el primer día de clase, abandonar la melancolía y los versos agoreros. Bajaré del púlpito para mirar a los ojos de mi alumnado con el objetivo de hacer que la alegría, cual abeja polinizadora, salte de cabeza en cabeza. La mejor inteligencia para afrontar estos tiempos en los que tanto tenemos que pensar en la primera persona del plural y en la justicia intergeneracional. En ese mundo, en fin, que le vamos a dejar a nuestros descendientes.
PUBLICADO EN EL Nº DE SEPTIEMBRE DE LA REVISTA GQ.
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