El portentoso trabajo de la historiadora Encarnación Lemus, titulado Ellas. Las estudiantes de la Residencia de señoritas, que obtuvo con todo merecimiento el Premio Nacional de Historia 2023, es una de esas obras que suman en el proceso, apenas iniciado en nuestro país, de rescatar la memoria de tantas mujeres que no hemos estudiado en los libros de Historia. Entre los aspectos más relevantes de la obra, destacaría como Lemus insiste en la dimensión colectiva de una experiencia, la de las jóvenes que se alojaron en la Residencia de señoritas que dirigió María de Maeztu, ya que las biografías que se rescatan en el libro forman parte de una red que en los años 20 del pasado siglo inició una transformación social que lamentablemente quedó interrumpida por la guerra y la posterior dictadura. Abierta en el curso 1915/1916, cuando solo había 145 universitarias en todo el país – recordemos que hasta 1910 las españolas no pudieron acceder a los estudios superiores-, la Residencia posibilitó que muchas jóvenes llegadas de provincias se convirtieren en un factor de modernización, abriendo además la puerta para crear una genealogía, hasta entonces inexistente, de mujeres con autonomía, intelectualmente reconocidas y con ansias de vivir más allá de lo doméstico. Esa mujeres inteligentes, valientes y esforzadas empezaron a llevar a la periferia, incluso al mundo rural, otras referencias y otras pautas de conducta. Se inició así lo que, por cuestión de tiempo, fue solo una tímida revolución feminista, porque, como bien concluye Lemus, “en la Residencia, todo respondía a la gran transgresión de trastocar el rol tradicional femenino”. De ahí también el enorme dolor que supone leer cómo acabaron muchas de esas mujeres rompedoras y qué terrible parón sufrió nuestro país en materia de derechos y libertades gracias a una guerra que mantuvo a los vencedores en sus puestos durante más de 40 años.
Entre las muchas emociones y aprendizajes que me ha provocado la lectura del libro, construido a través de las cartas que van construyendo un guion no solo de las historias individuales sino también de la colectiva, destaco la de encontrarme con mujeres de Córdoba que, gracias a esos silencios a los que antes me refería, nunca antes había tenido en los mapas de mi memoria. Incluso me he encontrado con jóvenes egabrenses, como Carmen Gómez, hija de Antonio Gómez Paraíso, abogado y secretario del Juzgado de primera instancia de Cabra, empeñada en estudiar Farmacia. Hija, como tantas otras, de padres que en aquellos años 20 tuvieron la clarividencia de que su hijas estudiaran para ser autónomas y no se limitaran al papel de esposas y madres. Como fue el caso del padre de Dolores Saudiel Repiso, que era un propietario agrícola modesto de Posadilla, y que estuvo como becaria en la Residencia entre 1921 y 1923. Lola estudió Farmacia y abrió una en Villanueva del Rey en 1931, tal y como cuentan los ecos de sociedad del diario La voz de Córdoba.
Como nos demuestran varias historias recogidas en el libro, la ruptura con los roles tradicionales no era tarea fácil. Así, por ejemplo, en la práctica, la enfermedad o la muerte de un familiar, singularmente las madres, provocaba en muchos casos la interrupción de los procesos educativos de las hijas. Fue el caso de Serafina, hija del notario cordobés Juan Díaz del Moral, referente del institucionalismo andaluz, que tuvo que volver a su casa por la enfermedad de la madre. En estos casos, lo habitual es que la hermana mayor ocupara el puesto materno. En varias ocasiones, María de Maeztu hizo todo lo posible para ayudar en situaciones tan críticas, como hizo con Paula Martín, huérfana de padre cuando llegó a la Residencia y que luego perdería a su madre. En febrero de 1920, la joven le escribió una carta a María de Maeztu desde Pueblonuevo del Terrible (hoy Peñarroya-Pueblonuevo), en la que le cuenta lo triste que fue “entrar en mi casa y no encontrar a mi madre de mi alma”.
Ha sido emocionante descubrir que la segunda catedrática de Instituto que hubo en España, y que también formó parte de la “familia” de Maeztu, Pilar Jiménez Díez Jiménez Castell, especialista en Lengua y Literatura, fue destinada al instituto de mi pueblo, el Aguilar y Eslava. O que Consuelo Gómez, nacida en Cabra en 1903, fuera una de las primeras farmacéuticas de nuestro país. En Puente Genil, donde se estableció tras casarse en 1931, abrió una farmacia-laboratorio en la calle Don Gonzalo. Durante un tiempo, además, ejerció como inspectora de Sanidad local. Tras jubilarse, se trasladó a Madrid y murió en Sevilla con noventa años. También estudió Farmacia Piedad Candela, hija de Antonio Candela Aznar, que tenía un almacén de esteras y persianas en la cordobesa calle Conde de Cárdenas.
De especial interés para mí ha sido poner nombre a las primeras mujeres que estudiaron Derecho, entra las que estuvo Nieves López Pastor, nacida en Cabra, donde estudió primero en el Colegio San José de Calasanz y luego en el Aguilar y Eslava. Nieves, sin embargo, aunque se matriculó como alumna no oficial entre 1926 y 1928, terminaría licenciándose en Historia y teniendo una estrecha relación de amistad con Gabriela Mistral. Al menos hasta la guerra trabajó en la capital como linotipista, entrando en 1936 como auxiliar de los servicios técnicos de la Armada. Mientras que en Cabra, su hermano Francisco, capitán de la guardia civil, se levantó contra el gobierno legítimo el 19 de julio el 36, Nieves permaneció en Madrid y, como tantas otras mujeres que habían luchado por tener una vida propia en aquellos rompedores años 20, por su vinculación profesional con el Estado republicano fue sometida a un Consejo de Guerra y condenada a seis meses y un día de prisión menor. Escribió toda su vida, siendo la mayor parte de su obra inédita, e incluso en 1955 ganó el Premio Juan Valera de Cabra con un breve relato en prosa. En Villanueva del Arzobispo llegó para ocuparse de la Biblioteca Municipal, después de un largo período el que fue sancionada económicamente y expulsada de su profesión. Sobrevivió, como tantas maestras y maestros represaliados, dando clases particulares. En ese pueblo, donde décadas después incluso surgiría una asociación con su nombre, fundó una academia y dio clases en el colegio municipal Nuestra Señora de la Fuensanta.
Pero si hay mujer que he descubierto gracias al libro de Lemus, y que merecería un reconocimiento público en esta ciudad tan desmemoriada, es sin duda, Carmen Gallego San Martín. Nacida en 1907 en Ollanza – Logroño -, y tras aprobar las oposiciones de archivos en julio de 1931, fue destinada a la Biblioteca Provincial de Córdoba en marzo de 1932, ciudad en la que vivió en la Guerra Civil. Carmen jugaría un papel esencial no solo en dignificar la Biblioteca sino también en convertirla en un centro de la vida cultural cordobesa. En ella se fraguaría la primera amistad entre los fundadores del grupo Cántico, Ricardo Molina y Juan Bernier. En septiembre de 1935 se incorporó como profesora a la Escuela de Artes y Oficios e incluso en el curso 1934/1935 llegó a matricularse en los estudios de Derecho en Sevilla. En agosto de 1936 fue detenida y cesada el 31 de octubre. Fue acusada de “izquierdista y marxista, siendo propagadora de estas ideas en el ejercicio de su profesión”. Además se le acusaba de celebrar reuniones con jóvenes izquierdistas en la Biblioteca Provincial y de tener una gran amistad con el catedrático socialista de la Universidad de Sevilla, Manuel Martínez Pedrosos, con el alcalde socialista de Córdoba, Manuel Sánchez Badajoz, y con el historiador y político Antonio Jaén Morente. En su defensa salieron algunos intelectuales cordobeses, entre ellos Enrique Romero de Torres, director del Museo de Bellas Artes. Carmen no pudo ejercer ningún trabajo hasta octubre de 1942 y durante varios años permaneció encerrada en su casa. En dicho año un juicio de revisión rebajó la sanción y sufrió un traslado forzoso de Córdoba, con prohibición de solicitar cargos vacantes durante cinco años, postergación durante cinco años, inhabilitación para cargos directivos y de confianza, y prohibición de solicitar haberes atrasados. Llegó a la Universidad de Oviedo, donde desempeñó las funciones de dirección de manera extraoficial hasta que en 1948 fue rehabilitada. En los años 60 se incorporó a la docencia en el Instituto Jovellanos como profesora auxiliar de Latín.
El ejemplo de Carmen Gallego, de la que Lemus dice que es “una bibliotecaria sin calle”, aludiendo a la falta de reconocimiento público en Córdoba, tal y como en 2013 denunciara Elena Medel (https://cordopolis.eldiario.es/blogopolis/un-solo-pez-en-el-agua/carmen-guerra-esquina-pilar-sarasola_1_7153293.html) , representa como ninguno el perfil de las mujeres que confluyeron en la Residencia de señoritas y que protagonizaron el inicio de un ilusionante cambio social frustrado posteriormente durante décadas. Buena parte de las mujeres de las que se habla en el libro sufrieron el exilio, el exterior o el interior, la depuración, las sanciones o, en el mejor de los casos, el silencio. Recuperar sus nombres y su memoria es el mínimo ejercicio de justicia histórica que hoy podemos hacer. Sacarlas a la luz, y convertirlas en referentes, sería además la mejor manera de restaurar, aunque solo sea simbólicamente, el lugar que merecen. Además de ser, por supuesto, una señal de alerta para que nunca olvidemos lo frágiles que son las conquistas democráticas y lo mucho que siempre, todavía hoy, les ha costado a las mujeres tener una habitación propia.
PUBLICADO EN CORDÓPOLIS, 10/9/24:
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