Decía Teresa de Lauretis en su ya clásico Alicia ya no. Feminismo, semiótica, cine, que el objetivo del cine feminista es "crear las condiciones de visibilidad de un nuevo sujeto social". Y, de alguna manera, eso es lo que hace Iciar Bollaín en su última película. La traslación a la pantalla de la historia de Nevenka Fernández es también el relato de una ruptura del silencio y del reconocimiento de las mujeres como seres que no están a nuestro servicio. Como sujetos que son capaces de romper las cadenas atadas y bien atadas por los deseos masculinos y por nuestros pactos de poder. Es por tanto también la historia de cómo empiezan a resquebrajarse esos contratos viriles, gracias a la lucha de mujeres como Nevenka, y lamentablemente también gracias al sufrimiento acumulado de una larga cadena en la que no todas pudieron ni supieron decir basta.
La historia de la concejala de Ponferrada es tan potente, acumula tanta tensión dramática y encierra tantos interrogantes morales, que por sí sola es capaz de inquietar y remover a quien la siga delante de la pantalla. Incluso a quienes ya conocíamos el desenlace y en su momento nos dejamos herir por el imprescindible libro de Juan José Millás sobre este caso. Por lo tanto, su adaptación al cine no requería de grandes artefactos, bastaría con dejar que discurrieran los hechos y los rostros que sin duda por sí solos removerían nuestros vientres y nuestras cabezas. La fuerza de ese relato, que como se comprueba al final es la de la dignidad que Nevenka Fernández no está dispuesta a negociar, es la que sostiene una película que, lamentablemente, no pasa de ser una traducción correcta de lo sucedido. Pedagógica, lineal, sin riesgos. Como si en este caso Bollaín hubiera pretendido no tanto crear sino que el mensaje quedara claro y rotundo, para que ningún espectador ni espectadora tuviera dudas de donde posicionarse. De ahí que, insisto, la película, no la historia que cuenta, acaba siendo plana y desaprovecha la oportunidad para sacarle jugo a los matices, para ahondar en los periplos emocionales de los personales o para mostrar, con mayor valentía, el papel del entorno social en la condena de Nevenka y en la salvación de Ismael. Me quedo con ganas, por ejemplo, de saber más y mejor del papel de la concejala de la oposición que fue clave en el paso de Nevenka, y de esa manera incidir en lo esencial que son estos casos las redes de sororidad.
Lejos está la película de la intensidad moral que late en otras de la directora como Maixabel o Te doy mis ojos. Ni siquiera tengo claro que Mireia Oriol, que sin duda hace un trabajo entregado y admirable, nos transmita todas las aristas del personaje. Solo en la parte final me la creo más y veo el dolor y la rabia encarnados en ella. Y aunque la interpretación que Urko Olazabal hace de Ismael cumple a la perfección con el objetivo de mostrarnos a un sujeto que, lamentablemente, no es una excepción, me parecen que no está bien resueltos muchos de los encuentros de ellos dos. Quizás porque Bollaín pareciera más interpelada por la necesidad de transmitirnos una lección que por convertir en cine una realidad que, además, en los últimos años hemos tenido mucho más presente gracias a los debates impulsados por el feminismo. Todo ello hace que la obra se resienta de un cierto esquematismo más propio de un telefilme de sobremesa y que, por momentos, podamos pensar que la directora ha llevado al extremo los estereotipos. Nada más lejos de la realidad: es que en la realidad el machismo, el poder y la violencia funcionan tal cual lo vemos en la pantalla. Ahora bien, un mayor trabajo de traducción artística no le habría venido mal a una cinta que en lugar de correcta podría haber sido excelente. Que además de removernos podría habernos conmovido.
Pese a sus carencias, y pese a una cierta decepción que para mí ha supuesto ver una película de la que tanto esperaba, Soy Nevenka debe verse y pensarse. Es un magnífico espejo de cómo somos todavía hoy y un reconocimiento también al dolor, los silencios y las luchas de tantas mujeres. De ahí que, en estos tiempos del #Notallmen, debería ser de visionado obligatorio para la mitad masculina de la ciudadanía. Entre otras cosas, para que reflexionemos sobre cuánto de nosotros hay en Ismael y cuánto de Ismael hay en nosotros. El primer paso para poder despejar el "not" de la ecuación y convertirlo en un "yes". Porque sí, todos los hombres tenemos una responsabilidad en que tipos como Ismael dejen de existir. Vean, colegas, la película de Bollaín y luego, por favor, pasemos a la acción.
PD: Por cierto, no puedo sino agradecerle a Bollaín que nos permita constatar en la película que Ana Rosa Quintana era ya, hace más de 20 años, el mismo "monstruo" que es hoy.
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