Últimamente voy con cierto reparo al cine porque, con frecuencia, me abruman los adjetivos con que parte de la crítica, y no digamos los y las opinadoras de las redes sociales, califican a las películas (sobre todo, si son españolas). De la misma manera que empieza a pasar con las series, rara es la semana en la que no se estrena una “obra maestra”, la “película del año” o a la que se le auguran un largo listado de premios. Si además el estreno viene avalado por el reconocimiento de algún festival, me echo a temblar. Me gustaría dejarme el aguafiestas que, a lo Sarah Ahmed, llevo siempre conmigo, de la misma manera que me gustaría no coincidir con tanta frecuencia con Carlos Boyero, aunque todo hay que decirlo, los argumentos que él usa para desmontar una película suelen distar bastante de los míos. Con la nueva película de Isaki Lacuesta, codirigida con Pol Rodríguez, una de esas que no ha dejado de recibir adjetivo ditirámbicos desde que se estrenó en el Festival de Málaga, me ha vuelto a pasar. No solo lo de coincidir en gran medida con el crítico más machirulo de la península sino de salir de la sala con la sensación de haber visto una película muy bien rodada, técnicamente impecable, pero que no me había interesado lo más mínimo. Y que incluso por momentos me había incomodado por cómo enfoca a sus personajes. De nuevo, un relato sobre supuestos genios masculinos insoportables, a los que los creadores, por supuesto también hombres, elevan a unos inmerecidos altares y nos lo cuentan con una mezcla insoportable de pretensiones artísticas propias de quienes viven en torres de cristal.
Segundo premio es
una de esas películas perfectas para explicar con imágenes lo que tal vez sus
creadores no pretendían contar (o sí). Me refiero a cómo a través de los dos
protagonistas, pero también de todos los que se mueven a su alrededor,
comprobamos algunos de esos elementos que los aguafiestas feministas venimos
subrayando sobre la llamada masculinidad hegemónica. Para empezar, la
homosocialidad, es decir, la necesidad masculina del colegueo, de la fratría,
del respaldo horizontal de los iguales, de compartir espacios y tiempos sin
mujeres. Tal vez porque, como bien nos advirtiera Josep Vicent Marqués, la gran
paradoja del hombre heterosexual es que no le gustan las mujeres como personas.
De ahí que ellas, en la película, apenas sean parte del decorado – y en algún
momento, como en la escena de sexo que vemos casi al principio, dignas de ser
analizadas por el ojo crítico, e indignado añado yo, de Laura Mulvey - y que en el único personaje femenino con una
cierta entidad, la inteligente May, aparezca siempre como la sospechosa de
haber generado la crisis entre los varones, como la que huyó y los dejó
desvalidos, una suerte de imagen suavizada e intelectualizada de la eterna Eva,
de la que apenas adivinamos, y creo que esto sería lo mejor de la película, que
ella era la única genia, y no tanto, o solo, por lo que pudiera tener de
creadora, sino por cómo supo decir que no y salirse del círculo tóxico de la
testosterona. Ese que impide que los dos amigos, tal vez algo más que amigos,
sean incapaces de comunicarse verbalmente, que lo hagan mejor con puñetazos e
ira con palabras, que huyan de los abrazos y que en vez de afrontar sus
vulnerabilidades las exhiban como banderas que los victimizan. Un problema que
no deriva tanto de un lugar geográfico sino de una condición sociocultural. Es
decir, el problema no es tanto que ellos sean “granaínos” sino que son dos
varones que responden fielmente a los mandatos de la virilidad. Para desgracia
de ellos mismos y de las personas que los rodean.
Tal vez a los dos
protagonistas se les hubieran quitado algunas tonterías de la cabeza, y del
cuerpo, si hubieran reconocido sus fragilidades, si hubieran aniquilado su
homofobia interiorizada, si se hubieran dejado llevar, en vez de por los
reclamos masculinos de éxito, por la ternura y por los deseos. Los de verdad. No
los convertidos en Segundo premio es una especie de perfecto manual de
la genialidad macha, autodestructiva y épica. Santificada y siempre por alabar.
Llegué a mi casa tan
abrumado por los fantasmas de Lorca, Morente, Los Planetas, el cocodrilo y la
madrugá, que necesité, un poco a “lo May”, huir de tanta genialidad masculina.
Fue así como me refugié en los dos últimos capítulos de la maravillosa serie
inglesa Big Boys (Filmin) y fue así como pude ir a la cama preparado
para soñar con un planeta con menos genios machitos, con más sentido del humor
y con más hombres dispuestos a abrazar(se).
PUBLICADO EN QUIÉN TEME A THELMA Y LOUISE, Cordópolis:
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