Me enamoré de ella, al mismo tiempo que de Heath Ledger, en Brokeback Mountain. Pocas actrices como ella saben incorporar en su cuerpo y en su mirada la desolación, la pesadumbre, el ansia de romper barrotes. La tristeza y la risa que salva. Michelle Williams es lo mejor de Los Fabelman, la última película de Spielberg que si no fuera de él tal vez no habría visto. Me interesa muy poco la historia de Sam, el chico protagonista, y su pasión por hacer películas, aunque es obvio que el tramposo de Steven sabe rodar con esmero y consigue algunas escenas muy potentes. Lo que realmente me interesa de la historia es el personaje de la madre, de esa mujer que vive atrapada en un mundo que le ha cortado las alas, que es la que nutre a la familia, y por supuesto al hijo, de imaginación. Esa capacidad para pensar en otros mundos alternativos, en otras posibilidades, que las mujeres han desarrollado más que nosotros, tan empeñados en el alimentar, como bien sostiene Santiago Alba, nuestras fantasías de dominio. El gran dilema de la historia no es tanto el que de manera expresa se verbaliza, la tensión entre las mentes creadoras y las científicas, sino el que sacude el cuerpo y la mente de Mitzi, tan llena de potencialidades por explorar, tan limitada a su papel de compañera del genio y de madre, mala madre, de sus hijas e hijo. Porque Mitzi es una mala madre, una soñadora, una mujer que también sufre “ese mal que no tiene nombre” y que acaba buscando en un psiquiatra la salida del laberinto. Este es el drama que el ojo del futuro director de cine mira sin querer mirar, angustiado y perplejo, tal vez reconociéndose, con pesar, en el mismo alma bulliciosa de la que lo parió. Aunque es evidente que él, a diferencia de ella, no tendrá los mismos límites y podrá continuar la estela de John Ford. De caballero a caballero.
Me quedo con la curiosidad de saber qué pasó con las hermanas que también viven la descomposición de la familia y que incluso culpabilizan a la madre de haberla roto. La madre que servía la comida en platos de papel, la que era capaz de mantener los vínculos, la que siempre recuperaba la risa, la que se atrevía incluso a desafiar un tornado. La fuerte y la vulnerable. La que siempre tuvo obstáculos para dibujar en un cuadro el horizonte, su horizonte.
Los Fabelman, que es una película bonita, con sus medidas dosis de melodrama, y con un metraje excesivo - ¿para cuándo las películas de hora y media? - , puede acabar viéndose como una relato más de esas vidas de genios masculinos que, desde pequeñitos, parecen predestinados a la importancia. El relato épico de la masculinidad. Pero, no olvidemos, que para sostener ese heroísmo han sido y son necesarias mujeres como Mitzie, entregadas, anuladas y casi consideradas locas cuando han buscado ser las dueñas de su propia danza. Esa es la gran historia, la dramática historia, que Spielberg se limita a apuntar, sobre la que pasa de puntillas y a la que una inmensa Michelle Williams dota de cuerpo y emoción. Su encarnación de la frágil y entusiasta Mitz es la que regala un pozo de verdad a una película que no deja de ser la enésima proyección de todo lo que un genio (hombre) se puede permitir, incluso cuando trata de ajustar cuentas con su pasado. El que siempre mira a las mujeres con sus ojos geniales. El que quizá no llega a entender de todo, o no se atreve a hacerlo, todo lo que su madre quiere expresar cuando baila con su camisón transparente o cuando toca el piano como si con sus dedos de uñas largas quisiera desafiar al mundo.
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