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LOS HIJOS DE OTROS: La emancipación de la madrastra


Soy un hombre de esas generaciones que crecieron sin tener más relatos que los construidos por otros hombres. Solo de manera excepcional la voz de las mujeres, sus vivencias y sus preocupaciones, formaron parte de mi educación intelectual y emocional. Es decir, fui educado en una cultura androcéntrica y con frecuencia misógina. Solo con el tiempo, y gracias sobre todo al feminismo, fui descubriendo otros libros en las estanterías y otras miradas en las pantallas, esos dos espacios que han sido y son esenciales en mi biografía. Crecí y maduré, por tanto, alimentado por historias cargadas de estereotipos de género y en las que las mujeres y lo femenino ocupaban un lugar secundario, siempre en función del protagonismo masculino y en la mayoría de las ocasiones devaluado. Si a eso añadimos mi educación católica, el cóctel no pudo ser más explosivo. En mis imaginarios apenas si había espacio para mujeres que no fueran las madres entregadas, las princesas por rescatar o las Evas tentadoras. Mis cuentos, como los de tantas generaciones, estuvieron llenos de madrastras malísimas y de señoras que alcanzaban la plenitud en función del número de hijos que parían. Durante años y años, la maternidad fue uno de esos espacios mirados desde los ojos masculinos y nunca problematizados desde las experiencias de las mujeres. Hasta que, afortunadamente, como diría Siri Hudsvedt, empezó a ganar voz “la mujer que mira a los hombres que miran a las mujeres”.

En estos últimos años son las mujeres directoras de cine, pero también las guionistas y las productoras, quienes de manera más rica y plural están contándonos historias que superan el cuento y subrayan la complejidad que sigue teniendo el mundo para quienes son la mitad de la Humanidad. En este sentido, una de las cuestiones que ha ido ocupando un lugar central es la maternidad, entendida no solo como opción personal sino también como parte de unas estructuras relacionales que durante siglo han condicionado la autonomía de las mujeres. Algunas de las mejores películas del último año ponen el foco justamente ahí:  La maternal, de Pilar Palomero; Cinco lobitos, de Alauda Ruiz de Azúa. Los hijos de otros, dirigida por Rebecca Zlotowski, da un paso más allá y nos plantea los dilemas y complejidades que supone para una mujer iniciar una relación con un hombre que ya es padre. En este sentido, la película le da un giro de verdad y emoción al mito misógino de la “madrastra” y nos sitúa en un contexto cada vas más frecuente, el relacionado con familias que se rehacen a partir de familias previas y, por tanto, con modelos que rebasan los márgenes de los tradicionales. Un contexto en el que, de nuevo, son las mujeres las que se ven sometidas a mayores presiones y conflictos, las que en gran medida continúan sosteniendo los vínculos (cada vez más complejos) y las que, pese a los avances, aún continúan de alguna forma prisioneras de mandatos sociales como la maternidad. Todo ello lo vemos reflejado en el personaje de Rachel, interpretado con luminosidad por una fantástica Virginie Efira, cuyo punto de vista es el que la directora convierte en principal en todos los momentos del relato. Incluidos también los más íntimos, como las escenas sexuales, o como ese momento en el baño en el que, invirtiendo los roles tradicionales, es una mujer la que contempla el cuerpo deseable de un hombre atractivo. Un hombre que, por cierto, no responde ya de manera tan radical al modelo tradicional de sujeto controlador y protagonista. Al contrario, vemos en él un padre presente, un amante empático y un tipo que no camina por la vida como si llevara una pistola en cada mano, por más que, y no adelanto el final, sus decisiones nos defrauden.

Sin caer en el melodrama, Los hijos de otros nos coloca frente a muchas de las cuestiones que seguimos sin revolver bien en las sociedades contemporáneas, entre ellas las tensiones que muchos niveles sigue suponiendo para las mujeres la maternidad. Junto a ellas, la estrechez de una serie de paradigmas y de modelos que no sirven para desarrollar nuestras vidas afectivas y familiares.  Todo ello, además, en un contexto en el que como se plantea en algún momento de la película no sabemos bien si ser pragmáticos o idealistas ante un futuro tan incierto. En este marco, de nuevo, los hijos y las hijas acaban siendo esa irremediable proyección hacia el futuro. La que también sentimos que el personaje de Rachel vive a través de su trabajo como profesora, uno de esos ámbitos que el cine francés tan bien cuenta y explora, que ella acaba asumiendo casi como una proyección de su frustrada maternidad.

Los hijos de otros, que tiene la apariencia de una película sencilla y sin pretensiones, que es imperfecta pero auténtica, es uno de esos relatos que muy especialmente los hombres deberíamos ver. Como primer paso para que tomemos conciencia de dónde residen las asimetrías de género y de qué manera deberíamos ir asumiendo responsabilidades en vez de escurrir el bulto. Como proceso educativo que nos permita entender por qué las mujeres están empezando a dejar de culparse entre ellas cuando somos nosotros quienes las dañamos (atención a la espléndida escena entre Virginie Efira y Chiara Mastroianni, las dos madres en el alambre). Como una suerte de desaprendizaje de tantos cuentos que nos hablaron de princesas, madrastras y lobos feroces. En busca de otros imperfectos “happy end” cuya banda sonora bien podrían ser las “Aguas do Março” interpretadas por Moustaki.


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