Ir al contenido principal

FLEE: El hombre sin hogar


 Uno de los mayores errores que cometemos cuando analizamos críticamente la masculinidad es partir de un modelo de referencia - que suele coincidir con el hombre burgués, occidental, heteronormativo y en plena edad productiva – y no tener en cuenta cómo en nosotros también se entrecruzan circunstancias personales y sociales que inciden en nuestra subjetividad y en nuestro estatus. De ahí la necesidad de hablar en plural, de masculinidades, y de tener presentes otros contextos, otras miradas, otros perfiles, que vayan más allá desde la comodidad que nos otorga nuestro ombligo. Cuando planteamos la urgencia de encontrar otros referentes de hombres, tendríamos también que ampliar el foco y además dejar que sean esas otras voces las que tomaran la palabra. Para no volver a caer en el error de hablar por los otros o de tratarlos de manera paternalista. Para no reducir el mundo al campo de acción que nos permite la pantalla del móvil desde la que nos creemos los más listos y los más comprometidos incluso. Para no olvidar nunca que estamos frente a historias personales que por supuesto son políticas.

Flee, que es una de esas películas maravillosamente inclasificables – un documental de animación, un drama basado en una historia real, un ejercicio de terapia con un collage de formatos -, nos ofrece un magnífico ejemplo de “otra” masculinidad. En este caso, es la historia de un refugiado afgano que vive en Dinamarca, Amin, que además es homosexual, la que nos sitúa frente a la dolorosa realidad de quien vive sin hogar y de quien, en paralelo, se siente desde pequeño diferente y lucha por reconocerse y aceptarse sin complejos. A través del testimonio de un hombre que se ha pasado buena parte de su vida huyendo del horror, que ha visto como se resquebrajaban sus raíces familiares, que ha se ha visto obligado durante años a guardar silencio sobre sí mismo, la película de  Jonas Poher Rasmussen     nos emociona con un relato que nos advierte de las heridas de un siglo que pensamos sería al fin de la democracia cosmopolita. Amin, como todas las personas refugiadas, se nos presenta como esa última frontera, como uno más de cientos, de miles, millones incluso, que viven en una especie de “agujero negro” en el que no caben ni la dignidad ni los derechos humanos. Los y las que piden a gritos que se les reconozca, en términos de Hannah Arendt, el “derecho a tener derechos”. Amin, al que le ponemos nombre, como tantos otros y tantas otras que ni siquiera podemos individualizar con un nombre, nos demuestra que habitamos un planeta en el que, como dice Judith Butler, no todas las vidas merecen ser lloradas y en el que hay pérdidas que parecen no merecer duelo. La “necropolítica”. que denuncia el filósofo camerunés Achille Mbembe, como antítesis de la compasión que deberíamos convertir en virtud ética, ¿verdad, Juan José Tamayo?

Que el formato elegido haya sido la animación, con la cual, cuenta el director, se salvaguarda mejor el querido anonimato del protagonista, no le resta emoción ni complejidad a la historia. Al contrario, Flee demuestra que cuando una historia es potente y está bien contada, da igual la forma y el lenguaje. La narración está tan bien hilvanada que es imposible no sentir como propio el dolor de Amin y de su familia, su infatigable búsqueda de identidad, su inevitable tristeza aun cuando parece haber encontrado una cierta estabilidad y el amor. Es fácil que Flee genere en los espectadores eso que Lynn Hunt denomina “empatía imaginada”, sin la cual no es posible articular mínimamente ese concepto a veces tan etéreo que denominamos dignidad.

Amin, que podría tener otro nombre, cientos, miles, millones de nombres, encierra en su mirada triste el peso de la vulnerabilidad, la fragilidad de un estatus que le condena a estar en terreno de nadie, recluido en los márgenes y necesitado de recuperar la memoria para ser capaz de afrontar el futuro. Amin, que es uno de esos personajes que deberíamos encontrar como lección en los libros de texto que educan a las nuevas generaciones, no es un héroe, ni un genio, ni un modelo de hipervirilidad. Al contrario, es un tipo que permanentemente nos habla de la importancia de los vínculos emocionales, del sentido no fundamentalista de la patria y de la imperiosa necesidad de cualquier ser humano de tener unas mínimas condiciones que le permitan desarrollar libremente su personalidad. 

Flee, que está llena de  momentos dolorosos pero también de otros cargados de magia y luz, consigue lo mejor que puede conseguir una buena película: que seamos capaces de reconocer como humana la historia de otro y, de esa manera, que ampliemos el de por sí estrecho sentido de lo que desde nuestro sofá entendemos por universalidad de los derechos. Flee, al fin, es un emocionado y emocionante toque de atención sobre el delgado hilo sobre el que se trenzamos los derechos humanos y sobre las miserias de un mundo cada vez más lejos de la kantiana paz perpetua que permitiría la convivencia pacífica de los y las diferentes. O, lo que es lo mismo, de la democracia como ese hogar en el que ni la nacionalidad, ni el estatus económico, ni ninguna raíz de pertenencia, ni ninguna opción personal, deberían ser obstáculos para que todas y todos fuéramos reconocidos como sujetos de derechos. Ese espacio imperfecto del que nadie quisiera huir.

 Publicado en eldiario.es, 13-3-22:

https://www.eldiario.es/opinion/zona-critica/flee-hombre-hogar_129_8790787.html

Comentarios

Entradas populares de este blog

YO, LA PEOR DEL MUNDO

"Aquí arriba se ha de anotar el día de mi muerte, mes y año. Suplico, por amor de Dios y de su Purísima Madre, a mis amadas hermanas las religiosas que son y en lo adelante fuesen, me encomienden a Dios, que he sido y soy la peor que ha habido. A todas pido perdón por amor de Dios y de su Madre. Yo, la peor del mundo: Juana Inés de la Cruz". Mi interés por Juana Inés de la Cruz se despertó el 28 de agosto de 2004 cuando en el Museo Nacional de Colombia, en la ciudad de Bogotá, me deslumbró una exposición titulada "Monjas coronadas" en la que se narraba la vida  y costumbres de los conventos durante la época colonial. He seguido su rastro durante años hasta que al fin durante varias semanas he descubierto las miles de piezas de su puzzle en Las trampas de la fe de Octavio Paz. Una afirmación de éste, casi al final del libro, resume a la perfección el principal dilema que sufrió la escritora y pensadora del XVII: " Sor Juana había convertido la inferioridad

EL ÁNGEL DE AURORA Y ELENA

  El dolor siempre pasa por el cuerpo. Y la tristeza. También el goce, los placeres, la humillación. Somos cuerpo atravesado por las emociones. Los huesos y la piel expresan los quiebros que nos da la vida. Esta acaba siendo una sucesión de heridas, imperceptibles a veces, que nos dan nombre. Algunas supuran por los siglos de los siglos. Otras, por el contrario, cicatrizan y nos dejan tatuados. Las heridas del amor, de los placeres, de los esfuerzos y de las pérdidas. Estas últimas son las que más nos restan. Como si un bisturí puñetero nos arrancara centímetros de piel.   Sin anestesia. Con la desnudez propia del recién nacido. Con la ligereza apenas perceptible del que se va. No puedo imaginar una herida más grande que la provocada por la muerte de un hijo apenas recién iniciado su vuelo. Por más que el tiempo, y las terapias, y   las drogas, y los soles de verano, hagan su tarea de recomposición. Después de una tragedia tan inmensa, mucho más cuando ha sido el fruto de los caprich

CARTA A MI HIJO EN SU 15 CUMPLEAÑOS

  De aquel día frío de noviembre recuerdo sobre todo las hojas amarillentas del gran árbol que daba justo a la ventana en la que por primera vez vi el sol  reflejándose en tus ojos muy abiertos.   Siempre que paseo por allí miro hacia arriba y siento que justo en ese lugar, con esos colores de otoño, empezamos a escribir el guión que tú y yo seguimos empeñados en ver convertido en una gran película. Nunca nadie me advirtió de la dificultad de la aventura, ni por supuesto nadie me regaló un manual de instrucciones. Tuve que ir equivocándome una y otra vez, desde el primer biberón a la pequeña regañina por los deberes mal hechos, desde mi torpeza al peinar tu flequillo a mis dudas cuando no me reconozco como padre autoritario. Desde aquel 27 de noviembre, que siento tan cerca como el olor que desde aquel día impregnó toda nuestra casa, no he dejado de aprender, de escribir borradores y de romperlos luego en mil pedazos, de empezar de cero cada vez que la vida nos ponía frente a un n