Si por algo se caracteriza la que algunas compañeras llaman ya cuarta ola feminista es por haber puesto sobre la mesa cómo el patriarcado, ahora en provechosa alianza con el neoliberalismo, se inscribe, por usar una expresión de Rita Segato, en el cuerpo de las mujeres. Tal y como lo evidencian, de forma dramática, las múltiples violencias que los hombres ejercemos sobre ellas, explotando sus capacidades y prorrogando la máxima que las educó en cuanto "seres para otros". Gracias a la presión del movimiento feminista, hoy las violencias sexuales están en el centro del debate social, político y jurídico, de la misma manera que se extiende y consolida la posición abolicionista de la prostitución, en cuanto que es la mayor y más firme expresión de un régimen de poder de nosotros sobre las mujeres. De ahí que entienda que la también cada vez mayor reflexión crítica sobre las masculinidades tenga que ser principalmente política. Porque estamos hablando de un estatus de dominio, el masculino, frente al de "subordiscriminación" (Maggy Barrère) de las mujeres.
Una de las prácticas en la que con mayor rotundidad se expresa en la actualidad todo el "programa político" del patriarcado reinventado del siglo XXI son los conocidos como "vientres de alquiler", la expresión con la que popularmente se conoce un tipo de contratos que nuestro ordenamiento considera nulos de pleno Derecho y que eufemísticamente denomina "gestación por sustitución". En ésta, que acaba siendo la expresión más brutal de la concepción de las mujeres en cuanto seres pensados para satisfacer nuestros deseos, se concentran todas las implicaciones de servidumbre y explotación que el neoliberalismo pretende enmascarar bajo el mantra de la "libre elección". Una libertad que no es tal, o sea, que no podemos identificar como autonomía, en un contexto de tremendas desigualdades de género, y que casa a la perfección con la concepción individualista del sujeto que hoy pregonan posicionamientos políticos que olvidan que en sistemas constitucionales como el nuestro la igualdad no solo es fundamento del Estado, del régimen de derechos y libertades, sino también un principio directivo que hace de proteger, de manera muy singular, a los sectores más vulnerables de la ciudadanía. Bendito 9.2 de nuestra Constitución.
La última película de Manuel Martín Cuenca, que se va convirtiendo poco a poco en un cineasta con lenguaje propio, con una obsesión reiterada por las pasiones destructiva s y por los egos que provocan desastres - recordemos su Caníbal y El autor, con sus dos retratos de masculinidades dañinas - , nos plantea una especie de fábula de terror en la que la cuestión de fondo no es otra que la instrumentalización de una mujer para satisfacer los deseos de otros. En La hija, esa mujer es menor de edad (una deslumbrante Irene Virguez), en unas condiciones socio-económicas de vulnerabilidad, y por tanto el objeto perfecto para ser usada por quienes, en este caso, tratan de hacer realidad su deseo, que no derecho, de ser padres. Porque esta es la otra pata que nos llevaría a cuestionar críticamente la gestación subrogada: no existe un derecho a la paternidad o la maternidad. Lo único que existe, tal y como en la película escenifican con gran riqueza de matices unos perfectos Javier Gutiérrez y Patricia López Arnaiz, es un deseo que, y aquí está la jugada perfecta, parece encajar a la perfección en la dinámica individualista de un capitalismo que nos dice cada día que nuestros deseos, gracias al dinero, pueden hacerse realidad. El siguiente paso, ya lo intuimos, es que gracias al poder económico acaben convertidos en derechos de unos cuantos, o sea, en privilegios.
El gran mérito de La hija, a la que tal vez solo pongo el pero de caer en ciertos tópicos al retratar a Adela, la mujer obsesionada con ser madre, la madre "comitente" según en nuevo lenguaje explotador, es que nos plantea una historia de creciente tensión, que a veces nos descoloca desde el punto de vista moral y que, en un final trágico, al estilo de las grandes obras catárticas del teatro clásico, nos permite liberar todas las presiones y llegar a una conclusión cierta. La que ha de situarnos firmemente frente a cualquier práctica que implique violencia, servidumbre, explotación, de otros seres humanos. Que cualquiera de nosotros ha de ser siempre entendido como un fin en sí mismo, no como un medio. La máxima kantiana que el proyecto ilustrado dejó a medias porque se olvidó de la mitad que son las mujeres.
Rodada en unos escenarios naturales de la sierra de Jaén que se acaban convirtiendo en parte de la historia, en una casa solitaria que nos lleva irremediablemente al terror de la soledad y el viento frío, La hija es una apuesta valiente, intensa, necesaria. Que nos sacude en las butacas. Que nos (re)posiciona frente a lo que creíamos tener firme. Porque tiene el gran valor, como si fuera uno de esos cuentos antiguos con moraleja, de hablarnos de nosotros mismo bajo la cobertura de una historia que en principio seguimos como si nos fuera ajena. Y no, no lo es. Esas montañas silenciosas y frías, esa casa acogedora pero a ratos fantasmal, esa sangre sobre la nieve, también son parte de nosotros. Y no, no se trata de una fantasía convertida en una película notable gracias a la mano firme de sus creadores, sino que es el esqueleto de un siglo en el que se nos insiste en que la felicidad tiene que ver con la satisfacción, al precio que sea, de nuestros deseos.
Foto: Caramel Films
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