La normalidad no existe. Ni vieja ni nueva. Los adjetivos no son más que un envoltorio con el que a duras penas se trata de disimular el vacío. Me llevó años entender, y sobre todo asumir, que todo lo que desde niño yo había entendido como normal no era más que el dictado de lo normativo. Es decir, de lo que desde fuera de mí me imponían quienes tenían el poder.
Normalidad, que viene de norma, implica normatividad; es decir, sujeción a las reglas que nos uniformizan, que niegan nuestras diferencias, que se alían en nombre del orden y la seguridad, y con tanta frecuencia contra la libertad.
Fue así como fui tomando, por ejemplo, conciencia de género y me fui quitando, no sin dramas, las máscaras que me definían como hombre: el que durante una larga temporada siempre trató de responder más a lo que se esperaba de él que a lo que le pedían el cuerpo y el alma.
Ahora que estamos viviendo una época en la que nuevas palabras, o bien términos de siempre a los que ahora se les da un sentido político o colectivo, tratan de conceptualizar una realidad que es más compleja e incierta que nunca, apenas si nos queda otra certeza que reconocer nuestra vulnerabilidad y asumir que lo radicalmente humano es lo diverso, lo cambiante, lo inquieto.
Y que en esa cuerda floja tenemos que vivir tratando de sacarle el mayor partido posible a nuestras diferencias y a la irremediable fragilidad que nos mantiene, como si fuéramos diminutos insectos, colgados de una red de afectos.
Que no nos engañen. No empezaremos a vivir una nueva normalidad, porque esos dos términos son absolutamente antagónicos.
Lo normal es por definición estático, fijo y conservador; lo nuevo implica ruptura con lo viejo, o como mínimo, apertura de puertas para las que antes no teníamos llave.
Lo normal es lo prescriptivo: el manual de instrucciones que leemos antes de tomarnos una medicina.
Lo nuevo, me gustaría pensar, es lo que rompe las cápsulas y hace que los granitos del interior se expandan por nuestro cuerpo y alrededores. Como una vitamina que, sin necesidad de ingerirla, nos permite seguir en movimiento. No como emprendedores, sino como viajantes.
No soy de los optimistas que pensaron que la experiencia del coronavirus nos convertiría en mejores personas. Supongo que seguiremos arrastrando los mismos vicios y similares virtudes, por más que durante estos meses haya habido actuaciones heroicas e individuos admirables.
Incluso me temo que la crisis derivada de la pandemia nos situará en un escenario de odios, de reacciones y de iras, en el que con mucha facilidad arderán las llamas de los populismos.
Esa realidad nos espera, en la que tal vez sólo se hará más visible y sangrante la terrible desigualdad del planeta en que vivimos, es tan vieja como el mundo.
Aunque, como siempre, no renuncio al principio de esperanza: en nuestras manos está en gran medida que la convirtamos en una oportunidad, no para decorar la casa sino para remover sus cimientos.
Si algo he aprendido de estos meses de paréntesis alargado, más allá de la pequeñez que nos define a pesar de los cantos de omnipotencia que escuchamos en los púlpitos, es que no me queda otra salida para sobrevivir que continuar rebelándome contra la normalidad.
Que la porción pequeñita de soberanía que me corresponde en nuestra democracia me obliga a actuar como hombre disidente, activista de imposibles, docente que no se limita a repetir folios amarillos.
Tuve que luchar durante mucho tiempo, casi siempre contra mí mismo, para quitarme caretas y corbatas, como para que ahora un maldito virus me vuelva al redil de los miedos. Al contrario. Ahora más que nunca, en este 2020 que nos parece una pesadilla, no me queda otra que seguir buscando una vacuna lo más eficaz posible contra la estupidez, la ira y las injusticias. Esa eterna normalidad en la que yo apenas soy una polilla que siempre busca la luz.
*Este artículo fue originalmente publicado en el número de julio-agosto de GQ España.
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