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LA LUZ DE AUTE

Esta mañana estaba limpiando las estanterías de mi dormitorio cuando a través del mensaje telefónico de un amigo recibí la noticia de la muerte de Luis Eduardo Aute. En ese momento,  ordenaba un estante en el que tengo solo libros escritos por mujeres y, delante de ellos, una vieja fotografía en blanco y negro, en un marco de madera. En ella, estoy yo sentado, con apenas seis o siete años, mirando a la cámara como si el fotógrafo me hubiera sorprendido escribiendo en uno de mis cuadernos, y a mi lado está mi tía Mª Luz. Con esa mirada suya entre profunda y esquiva, tímida pero protectora, como si en ese momento, como en tantos otros a lo largo de mi vida, estuviera ejerciendo no solo de tía amorosa sino también de maestra. Cuando despacio le he quitado el polvo al marco de madera, no he podido evitar mirar hacia atrás, como en un flash back de película. Y es que hace ya tiempo aprendí que toda la vida es cine, aunque justamente ahora, en estos días de balcones, cueste tanto trabajo reconocer que los sueños cine son.

En esta mañana de sábado nublado, apenas un rato antes de que el Presidente Sánchez estuviera a punto de llorar en su última comparecencia, he vuelto al comienzo de un verano de hace ya varias décadas, cuando yo tenía poco más de 20 años. Mi tía, que apenas tenía un par de años menos de los que yo tengo ahora, había llegado a ese momento de su terrible enfermedad, esa de lo que todavía hoy me cuesta escribir su nombre, en la que la batalla de los meses previos había derivado en una especie de precipicio. Una cuesta hacia abajo en la que, por horas, iban fallando los sentidos, la cabeza y el esqueleto. Tengo en mi memoria todos y cada uno de los detalles de su habitación, el blanco planchado de las sábanas, los libros  a media terminar, la ropa por estrenar en los armarios. En aquellas horas que parecían alargarse excesivamente, y cuando ya nada ni nadie podía calmar no tanto el dolor sino la angustia, fue solo la música la que conseguía que, aunque fuera fugazmente, su rostro de niña dormida recuperara cierta placidez. Me llevé a su habitación uno de esos reproductores de Cd`s portátiles que entonces estaban tan de moda y le conecté unos pequeños altavoces. Fue así, como en aquellos días finales de junio, en la habitación que hoy sigue con los mismos cuadros, los mismos libros y hasta casi el mismo olor, no dejó de sonar Aute. 

El autor de Al alba fue uno de esos muchos descubrimientos musicales que mi tía me regaló en mi infancia y mi adolescencia. En su casa, en la casa donde vivían los hermanos y las hermanas de mi madre, y en la que yo forjé buena parte de mi memoria sentimental, no dejaban de escucharse canciones. Gracias a ellos y a ellas empecé a reconocer cantautores, a enamorarme de Ana Belén, a volverme vindicativo con Carlos Cano o a bailar ritmos que llegaban de otros países. Eso sí, fue mi tía Mª Luz la que hizo que me enamorara de la voz de Mari Trini o que descubriera, entre los pliegues de sus canciones, la poesía y la intensidad emocional de Aute. Yo, que siempre fue un niño rarito, y que vivía más hacia dentro que hacia afuera, no tardé en reconocerme en los versos profundos casi siempre, juguetones otras, cinematográficos incluso, de un hombre con el que fui madurando hasta reconocer que no soy sino un animal herido empeñado en buscar la belleza. Más tarde descubriría que Luis Eduardo era un artista total y que había además en su actitud ética ante la vida un espejo en el que a mí me resultaba muy nutritivo mirarme.

Aunque mi tía tuvo su despedida religiosa, que me imagino que a ella no le hubiera gustado lo más mínimo, salvo por las margaritas blancas que presidieron el funeral, para mí nuestra despedida fueron esos días últimos en que estuve tan cerca de ella y en los que, gracias a la música, tuvimos, sin que fuéramos conscientes, nuestra ceremonia laica de adiós. Desde entonces, guardo en un cajón, junto a la foto en la que estoy sentado a su lado, esas horas finales en las que juntos no dejamos de escuchar Rosas en el mar, Pasaba por aquí, De alguna manera o Una de dos. Cuando yo me resistía a sentir que la estaba perdiendo.

Esta mañana, en uno de esos días en los que me imagino que, como la mayoría,  he despertado como si me faltara algo más de aire que el día anterior,  al recibir la noticia que ha hecho que el cielo todavía pese más,  he vuelto a esa habitación de mi pueblo, al calor incipiente todavía de Junio, a las margaritas y, claro, a la voz quebradiza de Luis Eduardo, empeñada en convencerme de que, pese a todo, no tengo más remedio que seguir buscando la belleza. Ese fue el testigo que me pasó mi tía Mª Luz y que ahora siento que me ha pasado quien un día me enseñó que es un espejismo ser uno mismo y que siempre, en este mundo cruel, nos salva una homilía fuera del guión.


Fotografía: El autor con su tía Mª Luz.








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