Desde que viví muy de cerca la
muerte temprana, demasiado temprana, de mi tía M.ª Luz, dejé de tener miedo a
la muerte y empecé a tenerlo al dolor. La larga y lenta agonía de aquel cuerpo
que estuvo tan lleno de vida, del que tanto aprendí de los placeres de los días
y de los viajes que entonces me quedaban por hacer, me enseñó la puñalada que
supone ir perdiendo la autonomía y, con ella, la dignidad. Me di cuenta de que
la vida, cuando se convierte en un infierno de dolores y de cadenas que nos
impiden asomarnos a la ventana, no merece la pena ser vivida. Y que, en ese
justo instante, que es como una revelación que nos abre la puerta al infinito,
es cuando deberíamos sentirnos más dioses que nunca. Dueños y señores de
nuestro futuro, de los relojes, de la última página del diario que tal vez no
podamos escribir con nuestras propias manos. La tristeza que me provocó ver a
mi tía favorita cada vez más pequeña en una cama, y que fue como si una bala me
hubiera agujereado el estómago, me convirtió en un hombre distinto. No sé si
mejor al de antes, pero sí mucho más consciente de lo limitada, y por lo tanto
lo hermosa, que es la vida. Esa sucesión de horas que, como escribiera Virginia
Woolf, solo dios sabe por qué las amamos tanto.
Desde aquel verano tormentoso de
mi juventud, no he dejado de pensar en cómo sería no tanto mi muerte sino ese proceso
que, en muchos casos de manera acelerada y en otros como si fuera una cruel
fábula narrada a cámara lenta, nos lleva a quedarnos sin aire, sin altura, sin
músculos, sin latidos. Y no he dejado de pedirle a las diosas imposibles en las
que creo que ese relato, llegado el momento, sea lo más fugaz posible, lo más
instantáneo, como un abrir y cerrar de ojos, como ese pequeño movimiento que
hacemos con los dedos de la mano cuando pasamos las páginas de un libro. Ser
padre no hizo sino sumar argumentos a esa necesidad sentida por adelantado de
no convertirme en un ser sin alas.
Por todo ello, cuando ahora
parece que al fin nuestro parlamento va a tener la valentía democrática de
regular, con las debidas garantías, el derecho fundamental a una muerte digna,
no puedo sino cruzar los dedos para que las mayorías no se tuerzan y para que
al fin este país, tan deudor de morales judeocristianas y visiones románticas
del destino, se convierta en uno de esos pocos que reconocen que no puede haber
mayor autonomía que poder decidir cuándo y de qué manera poner el punto y
final. Ese extremo al que tanto nos cuesta llegar a los que nos empeñamos en
escribir historias, ese precipicio por el que siempre caminamos sobre un
alambre, el inevitable pozo sin fondo en el que caeremos para ya solo volver en
forma de memoria. Gracias pues a las garantías que habitualmente no valoramos
en su justa medida, y que no son otras que las que solo ampara un Estado de
Derecho, podré evitar las sábanas malolientes, las zapatillas olvidadas bajo la
cama y los cables con los que no sé qué dios puede pensar que se respeta la
integridad física y moral del que sufre. Dejaré escrito, de hecho, ya lo estoy
haciendo, el testamento en el que deje bien claro que no quiero convertirme en una
planta a la que ni siquiera resucitará el sol de mi patio. Escribiré con
mayúsculas que quien bien me quiera deberá seguir fielmente las instrucciones,
como si fueran los renglones de una larga carta de amor. La más auténtica que
nunca haya escrito. La que me llevará, como a Virginia las piedras en los
bolsillos, río abajo.
Publicado en el número de abril de 2020 de la revista GQ España.
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