Mirarme en Cádiz es lo más parecido a arrancarme la piel a tiras y dejar que las vísceras hablen por sí solas. Hacer un ejercicio de memoria con el que domesticar la melancolía. Aprender que la vida se alimenta de pequeñas sacudidas. De esos pequeños terremotos, casi imperceptibles, que nos descolocan las piezas y hacen que, al despertar, tengamos la sensación de haber dormido en otra cama.
Mirarme en Cádiz es reconciliarme con lo que un día fui, con las manos que me cuidaron y me arroparon, con la ternura que solo cabe en un guiso materno y, por qué no, en el orgullo viril de un padre que antes lloraba más con las películas que con la vida.
Mirarme en Cádiz es sentir, como si fuera la primera arena en la piel de un recién nacido, el latido impagable de las mareas. Las costumbres del sol y las mudanzas de la luna. El niño que ya no está, el adolescente que es, la ola que siempre me pilla desprevenido, un olor imposible a papilla de frutas, pescaíto frito y café.
Mirarme en Cádiz es aprender que todo es fugaz, que ninguna playa es siempre la misma. Que cualquier levante puede ser una caricia. Que el mejor mar es el que nos desnuda de disfraces. Que la taza más inspiradora es la que me seduce retadora cuando no encuentro la palabra justa.
Mirarme en Cádiz, este pedazo de cielo que me reconcilia con las diosas creadoras, no es más que rendirse a la evidencia de que soy la suma de muchos trocitos. De ciudades, de camas, de amores. Aliento de almohadas, abrazos de toallas blancas, sábanas arrugadas con olor a siesta.
Mirarme en Cádiz es como si toda mi biografía se resumiera en una ventana, en una terraza, en una torre blanca desde la que diviso continentes. Como si la mar y la calor ya solo pudieran decirse en femenino.
Mirarme en Cádiz es mirarte, y mirarme, y reconocerme. Y saber que no es el mejor paraíso aquél del que huyó Lilith.
Cádiz, 20 de agosto de 2018
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