Es evidente que los hombres estamos viviendo un momento crítico. Las certezas que durante siglos dieron sentido a nuestras vidas se desmoronan. Nuestros privilegios con cuestionados cada vez con más contundencia. El espejo en el que nos miramos nos devuelve el reflejo de un ser discapacitado emocionalmente, perdido en un nuevo tablero en el que las mujeres empiezan a dejar de estar "empoderadas" para convertirse en mujeres "con poderío". Y, evidentemente, en este nuevo contexto la paternidad ya no es lo que era. O, a menos, empieza a dejar de ser esa referencia esencializada de una virilidad que nos convertía en los reyes de la casa. Acostumbrados a nuestra posición de comodidad, nos faltan referentes y, sobre todo, estamos muy poco habituados al sano ejercicio de mirarnos por dentro, de cuestionarnos y de, en consecuencia, aprender también el lenguaje de las renuncias.
No es casualidad, me parece, que en este contexto en el que muchos andan desnortados, estén siendo justamente las mujeres las que nos estén interpelando, las que con más hondura están ofreciéndonos retratos de nuestras miserias, las que, en fin, nos estén diciendo, aunque muchos no quieran que escucharlas, que los días del macho son ya historia y que ya están hartas de soportar tanta injusticia. En esta línea de reflexión tragicómica, pero muy honda, sobre la familia, sobre las relaciones hombre/mujer y, sobre todo, sobre el rol de padre, se sitúa la serie que ha dirigido Mar Coll. Una apuesta que, sin ser redonda, tal vez porque la historia hubiera quedado mejor como largometraje y no tanto como esta especie de película alargada en cuatro capítulos, nos ofrece uno de los personajes masculinos más interesantes del reciente cine español. Jacobo Vidal, el personaje que interpreta de manera brillante Gonzalo de Castro, es un buen ejemplo de esos "diligentes padres de familia" que durante siglos han tenido muy claro que de ellos eran el poder y la autoridad, tanto en lo público como en lo privado. Hombres acostumbrados a sancionar, a tener la última palabra, a recurrir al "porque lo digo yo" y a estar ausentes de los vínculos emocionales sin los que una familia difícilmente se sostiene. Hombres que, además, creen entender bien a las mujeres cuando realmente no se enteran de lo que pasa por la cabeza y el corazón de ellas. Jacobo es uno de esos "hombres de verdad" que persigue además que su hijo Tomás también lo sea, y así se lo dice expresamente: cuando decidas ser un hombre de verdad, aquí me tendrás para ayudarte. Y quizás Tomás, ese hombre al que vemos crecer a lo largo de la serie, rebelde frente a los dictados paternos, pueda ser el primer atisbo de una "nueva" masculinidad, de la que está por llegar, de la que tampoco tiene muy claro qué tomar del pasado y cómo mirar hacia el futuro.
Lo más interesante de Matar al padre, que paradójicamente hace aguas en el dibujo de los caracteres femeninos y se pierde a veces en cosas pequeñas que nada añaden a la trama, es ver el proceso de pérdida de rumbo, de crisis total, que acaba sacudiendo a Jacobo. Asistimos a como su imperio se derrumba, a cómo la crisis económica del 2008 contribuye a que pierda su estatuto de seguridad, a cómo los seres que él pensaba atados y bien atados van tomando decisiones autónomas y a cómo, finalmente, él debe enfrentarse más mal que bien a la soledad. Es entonces cuando nos damos cuenta de que, como buen hombre, carece de recursos emocionales para gestionar sus problemas, además de que, como muy bien retrata la serie, es cautivo de una mala relación con su cuerpo, con su salud, con su dimensión más humana. Algo de lo que, me temo, sabemos muchos los hombres criados bajo los dictados del patriarcado.
Afortunadamente, Mar Coll es capaz de cerrar la historia con un final esperanzado. Un final en el que vemos a Jacobo reconciliarse con su propia fragilidad, siendo consciente de sus limitaciones y de la necesidad que tiene de los demás. Abrazado a la vida que, tal vez, ha empezado a comprender que reside en un lugar distinto al que creía. Toda una lección para los hombres que andamos más perdidos que nunca en este siglo de feminismo, y muy especialmente para los que parecen entender que ser un nuevo y buen padre es jugar con los niños en el parque.
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