Todas las personas que escribimos lo hacemos para que nos
quieran. O para sentirnos menos solos. O para no caer rendidos ante la
incertidumbre tóxica que supone saberte un ser raro, extravagante, monstruoso
incluso. Hay en el hecho de escribir, que acaba siendo como una explosión de
incalculables consecuencias, un ansia de tender puentes, de traducir lenguajes
ajenos, de saltar a camas en las que sentir que nuestra piel nos abandona y
cubre el cuerpo de otros. Justamente por ello no deja de ser hasta cierto punto
paradójico que el primer poemario publicado por Carlos Asensio se titule Dejar de ser, en flagrante contradicción
con lo que supone poner negro sobre blanco que no es otra cosa que seguir
siendo pese a nuestras miserias. Este libro, que como señala el Niño de Elche
en el prólogo, es una especie de “constelación poética”, nos muestra con tacto
pero sin renunciar al desgarro ese filo en que se encuentra el autor, y en el
que muchos lectores como yo han podido reconocerse. El filo que supone
desprenderse de uno mismo, superar lo que se fue, lo que se amó, lo que se
vivió, ser otro y de otros, para al fin volver a ser uno mismo. Un ex que recupera su playa.
Este Dejar de ser es,
como todo libro de poemas, un viaje, no sólo geográfico (León, Londres,
Madrid), sino también por los recovecos de un “obseso de la belleza” que, me
temo, lucha cada día contra sus deseos de dimitir y se agarra, como un
náufrago, al poder hipnótico de la palabra. Se trata de un viaje en el que se
mudan las pieles, se agotan las fuentes y se descubren tesoros. El ego
maltrecho y derrotado que no se resiste a plantarle cara a la inutilidad del
amor, a la enfermedad del amor, al rayo que no cesa.
Carlos Asensio se lanza al vacío y baila, no deja de bailar,
como si fuera un Billy Elliot que ha querido cambiar los guantes de boxeo por unas
mallas de ballet clásico. Es su lucha contra la desesperación la que
encontramos en su recorrido, la que olemos en los cuerpos que toca y huele, la
que intuimos en cabelleras y derrotas. El poeta que escribe en prosa para no
olvidar sus pies políticos. El hombre contra la jaula que aspira a las
estrellas. El amante que quizá pone más en la balanza que el amado.
Dejar de ser es el poemario escrito en prosa que
canta por un ser tremendamente vulnerable, junco salvaje que no se rompe sin
embargo pese a ser doblado por huracanes. El necio que no se resguarda cuando
ve llegar la pasión porque él bien sabe que renunciar a ella no es dejar de ser
sino morir. Para un lector tan vulnerable como yo es fácil reconocerse en estos miedos y en el ansia, en el desasosiego y en la soledad. Pero también en el sudor de los cuerpos y en los besos, en las
caricias, en los mordiscos y en los cabellos morenos. Los fluidos que dibujan promesas en las sábanas.
Amar es cruel. El amor es una enfermedad. Dejar de
ser vulgar enamorado y atreverse a no beber el cáliz de los míticos instantes.
La memoria, el olvido, licuarse y desaparecer. El grito de Carlos contra siendo
dos parecer uno en la lejanía. El mausoleo nupcial como metáfora grandiosa de
la jaula. Sobrevivir al desastre, volar.
Los labios de primavera como esperanza. El poeta parece encontrar al fin el
secreto de la felicidad posible: superar el ensimismamiento, no ser otro ni de
otro, abrirse de par en par a los deseos y a la fiesta. Dejar de ser una
expectativa y convertirse en un corcel. Dejar de ser lo que uno ve en el rostro
de otro para ser el frágil mago que se atreve a mirarse en el espejo.
Descubriendo que quién escribe en prosa que parece poesía no es sino un hombre
necesitado de abrazos que le hagan crecer alas en la espalda. En fin, un
romántico sin remedio al que Mary Shelley convertiría en cyborg violeta y
seductor.
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