Hace 50 años en este país todo era mucho más oscuro o, como mínimo, más gris. Aquella mañana de diciembre, tan próxima ya la Navidad, hacía mucho frío. Entonces las bodas no eran un espectáculo como ahora. Todo era más pequeño, más familiar, me atrevo a decir que más auténtico. Nada se hacía pensando en la galería de fotos, ni mucho menos en las poses para compartir en las redes sociales. En aquella boda no hubo grandes manjares, ni postres de diseño, ni orquesta con la que los novios pudieron abrir el baile. Aquella boda fue íntima, modesta, cercana y con olor a desayuno bien caliente. Siempre cuenta mi madre que aquel día se levantó con una calentura en el labio y que se las vió y deseó para que no se le notara en las fotos en blanco y negro. Me imagino sus nervios, su cuerpo delgado temblando entre el frío y la tensión de ser la reina por un día, sus ojos siempre tan vivos como si quisieran engullir cada detalle de aquel 23 de diciembre y así atesorarlo, como quien escribe en un cuaderno los recuerdos que desea dejar en herencia. Me imagino también a mi padre poniéndose el traje que nada tenía que ver con su rutina de maestro y la camisa bien planchada por mi abuela, perfumándose ligeramente la cara después de afeitarse. Creo ver a mis abuelas que ya entonces parecían más mayores de lo que eran, menudas, controladoras, pendientes de que todo saliera a la perfección. Veo revolotear a mis tías solteras alrededor de la novia, colocándole bien el velo, admirando el ramo de flores que no sé si desearían. También veo a mi tía madrina, vestida de señora mayor, orgullosa de hermano y tan fiel a su papel de ser siempre una mujer dependiente de otros.
Yo no estuve en aquella boda, pero sí que he estado en los 48 años de después. Me ha dado tiempo por tanto a rememorar la noche de bodas en Málaga - con esa canción del mar que seguramente haría más cálido el desconcierto de mi madre en la almohada -, la Navidad en un Madrid que entonces era como el paraíso con el que soñaban las gentes de pueblo, la primera vivienda, tan pequeña y tan acogedora, papeles de flores en las paredes y un sofá de piel negra. Y una terraza que miraba a una huerta. Las terrazas siempre en mi vida. También en el lugar donde mi madre y mi padre empezaron a hacerse juntos y en el que yo aparecí dos años después para convertirme en el narrador de las palabras que nunca se dicen. Como si fuera una oruga empeñada a rastrear siempre en la tierra de las macetas.
Han pasado 50 años y la vida no ha dejado de escribir versos, descomponer renglones y abrir ventanas, siempre ventanas, incluso cuando ya creíamos que la habitación podría asfixiarnos. Aquellos dos jovencitos de pueblo, el que debía convertirse en un diligente padre de familia y la que en su DNI pondría que estaba dedicada a sus labores, se han convertido en abuelos, han escalado montañas y, pese a las arrugas insignificantes, hoy parecen contagiados de la misma inocencia con la que hace cinco décadas se prometieron fidelidad. En esta época de amores líquidos y de amores románticos elevados a la enésima tontería, su historia, que es también mi historia, podría ser la más ordinaria del mundo, la que parece calcada de muchas otras, la que apenas merecería ni siquiera un relato corto. Sin embargo, para mí, como supongo que también para mi hermano, que llegaría a aquel piso de pocos metros cuadrados tres años después que yo, esta historia es extraordinaria. La más grandiosa jamás contada, como diría una de aquellas películas que a mis padres les gustaba ver en el Julio Romero o en el Teatro Principal. Porque es la historia de muchos días hilvanados, de muchas costuras y de muchos pasos en la misma dirección. Una historia en la que, por supuesto, porque son humanos, no han faltado días grises, nubarrones y tristezas, pero en la que siempre ha podido más la esperanza cierta de saberse cómplices en un proyecto común. No ha habido achaque que no curara una buena caricia.
Hoy, justo hoy, que celebramos que esa historia llega a una edad de oro, me siento más que nunca un hijo agradecido, por más que haya sido y sea disidente, por más que haya tenido a veces que luchar contra corriente, por más que en ocasiones ese amor tan grande a mí me haya parecido sobrecogedor y hasta dañino. Y me siento agradecido porque tengo un espejo en el que mirarme, porque no hay hueco en la biblioteca de mis afectos, porque sé que este hilo que es al fin la vida me llegó a mí gracias a esa pareja y que mi compromiso necesario es ser fiel al compromiso de seguir viviendo. Teniendo el faro de quienes leen novelas como si fueran vitaminas y de quienes sé ahora continúan viviendo en gran medida a través de los viajes que a mí me traen y llevan por el mundo. Me bastaría con saber, para ser feliz del todo, que mi hijo tendrá un día ese mismo abrazo cuando se mire en la madre que lo trajo al mundo y en el padre imperfecto que le ha tocado en suerte.
50 años después, un 23 de diciembre en el que ya nos despojamos de los grises de aquel 67 en el que hacía tanto frío, volveremos a tener una celebración íntima, cercana, auténtica. Habrá manjares y sorpresas. La orquesta seremos nosotros y las flores, esas flores que a mi madre le gustan tanto, nos recordarán que eso de las estaciones no es más que un estado de ánimo.
Hoy, 23 de diciembre de 2017, celebraremos que el amor no tiene nombre ni documentos, que carece de reglas y mucho más de rigidices sacramentales, y que al fin, para aquél que se atreva a descubrirlo, habita en las alas que pueden tanto llevarnos al paraíso como conducirnos al borde del precipicio. Afortunadamente, Amparo y Rafael, Rafael y Amparo, mi madre y mi padre, han tenido 50 años para enseñarnos que lo suyo no cabe en ningún bolero. Y que la orquesta parece dispuesta a tocar un bis, y otro, y luego otro. Hasta que solo queden ellos en mitad de la pista, iluminados por los ojos de quienes hemos sido testigos de su amor.
23 de diciembre 1967/ 23 diciembre de 2017: Bodas de Oro de Rafael y Amparo
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