Tal vez no haya tarea más compleja y escurridiza siempre que el ejercicio de la paternidad. Todos los que somos padres vivimos siempre en la tensión que provoca saber que nunca haces lo correcto, que te quedas a medias o que es imposible mantener el adecuado equilibrio entre lo que en un contexto más familiar puedes transmitir y el contexto global en el que tu hijo o tu hija tienen que socializarse. Captain Fantastic es una hermosa fábula que nos plantea, entre otras cosas, la difícil tesitura que supone tratar de transmitir un orden de convicciones y valores a seres que necesariamente acabarán siendo autónomos. A los que por tanto hemos de educar para que sean dueños y señores de su libertad, con las responsabilidades que ello genera, lo cual inevitablemente puede suponer en su caso traicionar al padre (o incluso matarlo). Todo ello además sin perder de vista que no van a ser "robinsones crusoes" en una isla sino que como animales políticos y frágiles serán dependientes de los otros.
La historia de esta singular familia, criada al margen de todo lo que supone la sociedad de consumo y sin pasar por las estructuras socializadoras y por tanto también en gran medida disciplinarias de nuestro mundo, es una hermosa demostración de cómo los principios llevados al exceso se convierten en dogmas y cómo es por tanto muy fácil caer en la misma deriva de todo aquello que se critica. Los posicionamientos que Ben y su mujer han transmitido a sus hijas e hijos son indiscutibles desde el punto de vista de las convicciones que nos pueden servir de guía ética, cuestión más discutible es que podamos mantenerlos tal cual en un espacio social en el que conviven cosmovisiones distintas y en el que el estilo de vida dominante deja poco espacio a las utopías. Es decir, es fantástico que esta familia viva en un remoto bosque y en vez de la Navidad celebre el aniversario de Noam Chosky, pero no creo que ese sea el mejor horizonte para la felicidad de unas niñas y niños que crecerán y que necesitarán mirar más allá de los hermosos paisajes en los que han vividos como "buenos salvajes". La admirable pretensión de sus padres de educarlos como "reyes filósofos" lleva finalmente a lo que el hijo mayor le echa en cara al padre: solo sé aquello que está escrito en los libros pero no sé nada de la vida.
La película de Matt Ross, más allá de lo que puede servir de pretexto para reflexionar sobre si es posible aislarse de un sistema que aplasta a los débiles o si la salida no es otra que educarse para vivir en permanente rebelión con él, me interesó además por el singular retrato de un padre que, como buen hombre, vemos inicialmente instalado en su omnipotente heroísmo pero al que luego comprobamos cómo no tiene más remedio que asumir su propia vulnerabilidad. La escena en la que acaba afeitándose la frondosa barba es la metáfora más evidente de lo frágil y desnudo que se ha quedado ante una realidad en la que no sirven sus planteamientos teóricos. Un hombre que se ve obligado a actuar como padre y como madre, asumiendo indistintamente los roles de uno y de otra, en una elección que una vez más supone hacer que la protagonista femenina desaparezca, muera o sea insignificante. Es inevitable detectar pues el reiterado punto de misoginia que suele haber en estos relatos en los que la mujer acaba siendo la mala o la loca o la enferma, o en el peor de los casos, como en éste, el cadáver.
Captain Fantastic se apoya en una bellísima fotografía, en una hermosa banda sonora y en un reparto de niños y niñas que hace que los sintamos como seres de carne y hueso y no como productos de la fantasía. Ahora bien, el sostén de la película es un impresionante Viggo Mortensen que es capaz de pasar de la dureza a la ternura, del heroísmo al desvalimiento, con la soltura que solo lucen los grandes actores. Todo ello con esa mirada tan luminosa y esa sonrisa increíble que sigue haciendo de él uno de los actores más seductores ( y con un cuerpo "fantástico" que no duda en lucir cuando con él ha de defender también parte de su credo). La perfección sí que en él parece un hecho.
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