La primera vez que viajé a Florencia estaba obsesionado por tener una habitación con vistas, como en la novela de Forster, como en la película de Ivory. Yo era también por entonces un poco como Lucy, la protagonista. Italia, como a ella, me deslumbró e iluminó buena parte de las habitaciones que yo tenía a media luz. Sin embargo, tuvieron que pasar muchos años para que me diera cuenta de que lo importante no era tanto encontrar esas habitaciones con vistas sino tener tú mismo la capacidad de romper cualquier muro. Las murallas del poema de Kavafis. Tuve, claro, que vivir y sufrir, que equivocarme, que subir escaleras empinadas y de, al fin, atreverme a vivir con la misma pasión que Lucy tocaba el piano.
Él llegó a mi vida justo en el momento en el que pensé que mi futuro estaría hecho de soledades y de deseos fugaces. De películas de hora y media y no de novelones con cientos de páginas. Estaba a punto de resignarme a vivir en esa permanente inquietud que supone saberte libre pero solo, amante pero no amado. Llegó como del mar, como si fuera uno de esos marineros que ha pasado una larguísima temporada lejos de tierra y que trae pegados en su piel los aromas de todos los lugares por los que ha pasado. Sus aromas, sin embargo, no eran de países ni de islas, procedían de lo más íntimo, de los viajes que solo algunos saben hacer por los laberintos de sus sentimientos. Aunque yo había viajado mucho más, él parecía tener más alas, más palabras atesoradas, más habilidades para mí desconocidas y que tenían que ver con la capacidad de traducir lo que uno siente.
No tardé en descubrir que su verdadero secreto, ese que solo algunos privilegiados tenemos la suerte de conocer, reside en que su pecho no es como de los demás. No hace falta ni quitarle la camisa, basta con asomarse un poco, para descubrir que en su pecho se abre una ventana. No hace falta más que acercarse para escuchar a través de ellas sonidos que llegan de mil sitios, canciones que enamoran y siempre, siempre, las palabras que uno necesita para que el poema rime. Desde que estoy a su lado no necesito por tanto habitaciones con vistas. Me basta con saber que tengo su pecho cerca y que a través de él puedo conquistar todas las montañas, bañarme en todos los mares y al final del día dormir en un colchón que pareciera relleno con alas de pájaros.
El y su ventana son los mejores regalos que podía haberme hecho la vida. A mí me corresponde limpiar los cristales para que las vistas siempre sean claras, colocar alguna flor para que no olvidemos que amar nos vuelve poetas o procurar que el viento no la cierre de un portazo. Cuando él cumple años la ventana se hace más grande, se amplía el horizonte que es posible ver a través de ella. Así es como cada día vemos juntos el mar de Cádiz, los puentes de Florencia o las calles de Roma que tenemos que visitar. Por eso cada día, aunque no sea como hoy el de su cumpleaños, hacemos una fiesta en la que intentamos que su generosidad y mi constancia se seduzcan y vivan una noche de fuegos artificiales. Es así como voy escribiendo, sin que él lo sepa, la historia de un hombre y de su pecho, de un café largo y un bizcocho de zanahoria, de un patio en el que él cuida las macetas y yo pongo nombres a las plantas. Quemándonos los pies porque ninguno de los dos quiere perderse el sol.
Me faltan palabras para describir lo que siento por ti. Mi boca se queda muda y mi corazón se abre frente a ti y dice todo lo que siento . No hay persona que me haya regalado tanta felicidad,serenidad y paz .Te amo y amare hasta el final de mis días .Tqm
ResponderEliminarGracias por reflejarme algo de felicidad. Hoy el día ha valido la pena, con un poco de suerte y memoria, valdrá toda la semana. Estar feliz y sereno sin pretenderlo es la mayor dicha.
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