La imputación por violencia de género del que fuera ministro de Justicia en el gobierno de Zapatero Juan Fernando López Aguilar ha vuelto a inflamar los medios y las redes sociales con un debate a mi parecer tremendamente peligroso. Y no solo por lo que está afectando al derecho a la presunción de inocencia de López Aguilar, que también, sino por como está sirviendo, una vez más, para cuestionar la ley aprobada en 2004 con el objetivo de luchar contra un drama que continúa arrojando cifras escalofriantes.
Resulta como mínimo sorprendente que ante casos como éste, en el que los medios están aireando lo que normalmente no nos llega de situaciones similares cuando los protagonistas no son personajes públicos, se cuestione la oportunidad de una ley y no tanto por lo deficiente que puede estar resultando en la prevención de la violencia machista, sino por los efectos perniciosos que puede provocar en algunos hombres. No conozco ningún otro delito cuya tipificación o su persecución en la práctica genere una controversia similar. En este caso incluso se ha vuelto a airear el fantasma de las denuncias falsas, tan querido para los colectivos de hombres posmachistas, cuando ni siquiera ha habido una denuncia de la exmujer del imputado sino una actuación de oficio. Recordemos que, según los datos de la Fiscalía, en 2013 las condenas por denuncia falsa solo representaron un 0,0024%.
En la mayoría de estas reacciones, multiplicadas por medios ávidos de morbo y por unas redes sociales seducidas por la simplicidad de los mensajes, late sin duda el desconcierto, y a veces incluso la ira, de muchos hombres que se resisten a abandonar su posición de dominio y que contestan airados las herramientas que el Estado de Derecho articula para proteger a las que debería ser evidente que se hallan en situación de mayor vulnerabilidad. Lo más peligroso es que dichas posiciones estén permanentemente cuestionando una ley que continúa siendo lamentablemente necesaria y con la que el legislador tuvo la valentía de sacar la violencia machista de lo privado y de conectarla con las desiguales relaciones de poder que el patriarcado continúa estableciendo entre hombres y mujeres.
Por supuesto que son muchos los aspectos mejorables de la ley que, diez años después de su entrada en vigor, necesita una urgente reforma. Como ya señalé en este mismo blog hace unos meses, creo que los poderes públicos deberían plantearse tres actuaciones urgentes: 1º) La reforma de aspectos procesales que dificultan de manera singular la protección de las víctimas; 2º) La mayor dotación de recursos en todos los ámbitos de actuación de la ley; 3º) La mayor cantidad y calidad de la formación de todos los operadores y agentes que intervienen en la prevención, investigación y juicio de este tipo de delitos y, en general,de la educación en materia de igualdad de la ciudadanía.
Ante la evidencia dolorosa de mujeres que siguen muriendo, de las que siguen sufriendo todo tipo de violencias sin atreverse a denunciar, de las que una vez presentada la denuncia la retiran por sentirse desamparadas, de las cada vez más jóvenes que ni siquiera reconocen cuando un hombre está ejerciendo sobre ellas un dominio intolerable, mal hacernos si aprovechamos un caso como el de López Aguilar para poner en jaque un instrumento que, insisto, pese a sus deficiencias y aspectos mejorables, continúa siendo imprescindible en una sociedad donde los hechos demuestran la conexión que continúa existiendo entre masculinidad, poder y violencia.
Lo cual no quiere decir, por supuesto, que todos los hombres seamos maltratadores o que no pueda haber mujeres que igualmente maltraten a sus parejas. Simplemente lo que la realidad nos demuestra es que son mayoritariamente ellas las que son con frecuencia atrapadas en relaciones tóxicas, capaces de anular su autonomía y de llevarles incluso a admitir como algo normal el maltrato que reciben de sus compañeros.
Unos compañeros que, además, no lo olvidemos, suelen ser impecables en lo público, magníficos vecinos y exquisitos cumplidores de la legalidad, pero que en lo privado actúan dejándose llevar por el patriarca que llevan dentro. De ahí también la urgencia de que las políticas públicas contra la violencia, y muy especialmente las educativas, incidan en como seguimos construyendo una subjetividad masculina que hace tan fácil, y hasta obligatorio para algunos, el ejercicio de la violencia como parte del poder del que se consideran legítimos detentadores.
Dejemos pues que los tribunales hagan su trabajo, hagamos el esfuerzo de no convertirnos en juzgadores, no caigamos en la trampa del morbo y los linchamientos, pero, sobre todo, en el caso que nos ocupa, no aprovechemos la relevancia del hombre público para poner en entredicho las herramientas de que dispone el Estado de Derecho para luchar contra la barbarie.
No cometamos el error de caer en los discursos facilones, e interesados, de quienes se resisten a aceptar la autonomía de las mujeres y la lógica de un ordenamiento que ha de proteger de manera singular a quienes se hayan en una posición normalmente devaluada. Y, por supuesto, revisemos críticamente una ley que pide a gritos no solo mejoras sustantivas sino sobre todo recursos que la hagan efectiva y complicidad por parte de quienes deberíamos entender que una sociedad democrática no debería soportar ni un caso más de terrorismo machista. Por razones de justicia pero también de decencia. Las mismas que por cierto avalan el rechazo de la culpabilidad hasta que no medie sentencia firme que la declare.
Publicado en BLOG MUJERES de EL PAÍS: http://blogs.elpais.com/mujeres/2015/04/el-exministro-la-ley-y-el-posmachismo.html#more (10-4-2015)
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