Como cada año el milagro se repite. El ciclo de la vida, las estaciones que se renuevan, la muerte sí, pero sobre todo la vida, mucha vida. La consagración de la primavera. El ritual colectivo que escapa a la razón que algunos pretenden todopoderosa, olvidándose de que sin emoción aquélla es como un pozo seco. De ahí las dificultades con que se enfrentan quienes pretenden someter la semana santa al escrutinio parcial de su mirada racionalista. Porque si por algo se caracteriza la celebración más gozosamente identitaria de este Sur es por la pluralidad, por la diversidad de maneras de vivirla y sentirla, por la imposibilidad de someterla a rígidos cánones. No en vano quienes insisten en censurarla acaban siendo normalmente más doctrinarios que el fenómeno al que suelen atacar por confesional y retrógrado.
Yo prefiero quedarme con la semana de los olores y las músicas, con la romántica y no con la de la Contrarreforma, con la gente que se hace calle y no con los sermones que nos lanzan en el patio de los Naranjos, con el estallido de la ciudad y no con los báculos que portan los jerarcas. Con las vírgenes diosas que lloran y enamoran, con los mitos que me llevan al bosque de la infancia y con la promesa de un domingo de resurrección. Sabiendo que la única resurrección posible es la de los deseos hechos carne y alma cada día, porque nacemos para morir y debería ser un derecho gozar sin límites de la vida. Esa es la única oración que me atrevo a hacer desde mi corazón agnóstico en este ejercicio politeísta y contra las tinieblas que es la semana santa del Sur. Ese que ya debería estar harto de salvadores y que, sin embargo, sigue mirando al cielo cada primavera buscando las respuestas que los púlpitos, religiosos o civiles, no le saben dar.
Columna Hoy por Hoy, Radio Córdoba, Cadena Ser, 2 de abril de 2015
Yo prefiero quedarme con la semana de los olores y las músicas, con la romántica y no con la de la Contrarreforma, con la gente que se hace calle y no con los sermones que nos lanzan en el patio de los Naranjos, con el estallido de la ciudad y no con los báculos que portan los jerarcas. Con las vírgenes diosas que lloran y enamoran, con los mitos que me llevan al bosque de la infancia y con la promesa de un domingo de resurrección. Sabiendo que la única resurrección posible es la de los deseos hechos carne y alma cada día, porque nacemos para morir y debería ser un derecho gozar sin límites de la vida. Esa es la única oración que me atrevo a hacer desde mi corazón agnóstico en este ejercicio politeísta y contra las tinieblas que es la semana santa del Sur. Ese que ya debería estar harto de salvadores y que, sin embargo, sigue mirando al cielo cada primavera buscando las respuestas que los púlpitos, religiosos o civiles, no le saben dar.
Columna Hoy por Hoy, Radio Córdoba, Cadena Ser, 2 de abril de 2015
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