LAS FRONTERAS INDECISAS
Diario Córdoba, 20 de mayo de 2013
Los patios siempre fueron para mí el refugio del desmayo cordobés. Siempre encontré en su escondida belleza, en la apertura acogedora que suponen, un refugio del ruido, de las prisas, del flamenquito ensordecedor de los altavoces. Frente a la feria progresivamente masificada, y convertida en automática ceremonia tribal, y frente al botellón institucionalizado y cofrade de las cruces, perderme por los barrios de Córdoba y encontrar las puertas abiertas suponía una reconciliación con el verdadero alma de esta ciudad. Un alma que con frecuencia es un lastre pero en la que también me reconozco. La ciudad de la calma, del recogimiento, de las conversaciones pausadas y a media voz, de una cierta melancolía provocada por el peso de la historia y la belleza.
Sin embargo en los últimos años, y muy especialmente tras su declaración como patrimonio inmaterial de la humanidad, asisto perplejo a la conversión de la fiesta en todo lo contrario a lo que a mí me fascinaba. Basta con repasar los titulares de los periódicos de las dos últimas semanas para comprobar cómo los patios se han convertido en un asunto mercantil más, dominado por la servidumbre de la cantidad y prostituidos en nombre de las exigencias que marcan las reglas del turismo que, no lo olvidemos, parece ser el único salvavidas que le queda a esta ciudad de políticos mediocres e iniciativas invisibles. Y resulta paradójico además que todas las noticias generadas en estos días subrayan precisamente, a mi parecer, unos argumentos contrarios a los que, supongo, llevaron a la Unesco a calificarlos como parte de esos tesoros de la humanidad que responden a un concepto tan etéreo y resbaladizo como es el de la inmaterialidad.
Quiero suponer que la Unesco valoró por encima de todo la concepción del patio como un modo de vida, como espacio de relación y diálogos, como reducto de convivencia pacífica y de encuentro de los diversos, como lugar generador sí de belleza pero también de una forma concreta de empatía. Todo un catálogo de bondades que, para empezar, no sé hasta qué punto sobreviven en la Córdoba actual y no son meramente la ensoñación de lo que fue y no volverá. Me cuesta aceptar que en la mayoría de los patios que hoy se abren a las masas subsistan las esencias de lo que en su día supuso ese ámbito donde las fronteras entre lo privado y lo público se diluían. Y, aún suponiendo que en algunos casos así sea, la fiesta ha terminado degenerando precisamente en todo lo contrario. Simplemente la visión de las avalanchas de turistas, de los rankings de visitas publicados en los periódicos o de la ausencia de contenidos que superen el mero envoltorio, demuestran que lo que finalmente hemos conseguido es abrir un parque temático. Lo cual es una opción muy legítima y puede que hasta productora de dividendos, pero entonces que no la mezclen con el discurso de la cultura y mucho menos con el del patrimonio inmaterial de la Humanidad.
Como acertadamente me comentaba hace unos días mi amigo el sociólogo Angel Ramírez, los patios siempre han tenido un alma femenina. Es decir, han sido ese espacio privado en el que las mujeres hacían y deshacían, las cuales en su apertura compartían determinados valores y rompían con los propios del espacio público y masculino. Eran un reducto en el que sobre todo ellas se reconocían y en el que encontraban la habitación propia que en otros ámbitos les era negada. Ahora, sin embargo, hemos dejado que la lógica masculina --es decir, la del mercado, la de la competitividad, la de la cantidad, la del triunfo medido en números-- avasalle aquella otra que durante décadas hizo de los patios una propuesta singular. Y así, para lamento de algunos entre los que me cuento, hemos empezado a construir en mayo la isla mágica que Córdoba no se merecía.
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