POR EL AMOR DE AMAR
Laberíntica, irregular, fascinante. Como suele pasar en lo mejor de su filmografía, la última película de Pedro Almodóvar no es una obra redonda pero sí contiene tantos elementos sugerentes que hace que el espectador no quede indiferente. Tras un comienzo sin garra, y con un material narrativo muy quebradizo - del que es mejor ejemplo la historia que protagoniza un Roberto Álamo disfrazado de animal -, la película va subiendo enteros a medida que avanza el metraje y te va seduciendo con una trama que siempre está en ese quebradizo filo en el que es posible pasar de la tragedia al absurdo.
Finalmente acaba ganando el pulso un drama sobre la venganza, de nuevo sobre la ley del deseo, una reflexión sobre la identidad y sobre el cuerpo, o mejor dicho la piel, que la sustenta.
Con el habitual cuidado estético que caracteriza sus producciones - excepcional la fotografía de Alcaine, inquietante la música de Alberto Iglesias -, "La piel que habito" está repleta de imágenes fascinantes, de interrogantes que subyacen a la trama, de vericuetos en los que se esconden muchas preguntas que tienen que ver con nosotros mismos. Y aunque no parezca la "típica" película de Almodóvar - se agradece su contención, casi su minimalismo, y la economía de personajes y anécdotas -, en ella es fácil encontrar mucho de los temas que siempre le han obsesionado. Si en "La ley del deseo" Carmen Maura era un transexual, aquí volvemos a encontrarnos con el juego de lo masculino-lo femenino a través del personaje de Elena Anaya-Jan Cornet. Si en "Todo sobre mi madre" llevaba al máximo su mirada sobre las mujeres y la maternidad, aquí ese capítulo se proyecta en la historia de Marilia (Marisa Paredes) y también, de manera indirecta, en el drama vivido por Robert (Antonio Banderas) con su mujer y luego con su hija. Y si de manera excepcional en películas como "La mala educación" o "Hable con ella" daba un mayor protagonismo a los personajes masculinos, aquí lo hace con el que interpreta un Antonio Banderas que, afortunadamente, ha abandonado buena parte de sus tics aunque no llega a la interpretación magistral que la historia requería. Le falta solidez, credibilidad, llenar la pantalla,... y ese es uno de los principales "peros" que se le pueden poner a la película. (Pienso en lo que podría haber dado de sí el personaje de Robert en un actor como Javier Bardem o, mejor aún, en la piel de un siempre inquietante, profundo y atractivo Luis Tosar...)
Lo mejor, con diferencia, de "La piel que habito" es Elena Anaya y su personaje. La actriz porque tiene una mirada poderosa, un cuerpo que interpreta y una belleza que va más allá de lo físico. El personaje porque encierra tantas aristas, abre tantas puertas, que es el sostén de una película que en casi todo su metraje se halla al borde mismo del naufragio. Son maravillosas sus miradas, sus ejercicios corporales, su arte en la pared. El arte que salva. La imitación de Louise Bourgeois. Los jirones de tela para hacer un cuerpo. Las fechas escritas sobre el muro. La búsqueda de un mundo interior. En Vera hay toda una tesis a desarrollar sobre el cuerpo como esqueleto de las emociones, como vehículo del arte, como geografía de las pasiones.
"La piel que habito", además de una tragedia sobre la venganza, sobre el deseo como motor de las acciones, sobre la necesidad de sentir la piel de otros en nuestra piel, es una laberíntica reflexión sobre la esencia del ser humano. Sobre la imposibilidad de modificar la mirada si, bajo una piel distinta, sigue habitando la misma cabeza, el mismo corazón, el mismo vientre. Sobre el absurdo posmoderno de querer construirnos identidades artificiales. Sobre las sutiles fronteras que acaban existiendo entre lo masculino y los femenino (en este sentido, la película es muy queer).
La piel que habitamos es una casa. Sus habitaciones son muchas y diversas, construidas con materiales quebradizos y decoradas con la narración de nuestra vida. Es a veces una máscara, otras una funda, en ocasiones una caricia y casi siempre una coraza. Podemos cambiarla, prestarla, darle la vuelta, pero eso no supone que las habitaciones sean otras.
Al fin, "La piel que habito" es, como la mayoría de las películas de Almodóvar, y como canta Concha Buika en una escena, una historia tremenda sobre nuestra absurda, pero inevitable, necesidad de amar. De todo lo en ocasiones somos capaces de hacer "por el amor de amar".
Laberíntica, irregular, fascinante. Como suele pasar en lo mejor de su filmografía, la última película de Pedro Almodóvar no es una obra redonda pero sí contiene tantos elementos sugerentes que hace que el espectador no quede indiferente. Tras un comienzo sin garra, y con un material narrativo muy quebradizo - del que es mejor ejemplo la historia que protagoniza un Roberto Álamo disfrazado de animal -, la película va subiendo enteros a medida que avanza el metraje y te va seduciendo con una trama que siempre está en ese quebradizo filo en el que es posible pasar de la tragedia al absurdo.
Finalmente acaba ganando el pulso un drama sobre la venganza, de nuevo sobre la ley del deseo, una reflexión sobre la identidad y sobre el cuerpo, o mejor dicho la piel, que la sustenta.
Con el habitual cuidado estético que caracteriza sus producciones - excepcional la fotografía de Alcaine, inquietante la música de Alberto Iglesias -, "La piel que habito" está repleta de imágenes fascinantes, de interrogantes que subyacen a la trama, de vericuetos en los que se esconden muchas preguntas que tienen que ver con nosotros mismos. Y aunque no parezca la "típica" película de Almodóvar - se agradece su contención, casi su minimalismo, y la economía de personajes y anécdotas -, en ella es fácil encontrar mucho de los temas que siempre le han obsesionado. Si en "La ley del deseo" Carmen Maura era un transexual, aquí volvemos a encontrarnos con el juego de lo masculino-lo femenino a través del personaje de Elena Anaya-Jan Cornet. Si en "Todo sobre mi madre" llevaba al máximo su mirada sobre las mujeres y la maternidad, aquí ese capítulo se proyecta en la historia de Marilia (Marisa Paredes) y también, de manera indirecta, en el drama vivido por Robert (Antonio Banderas) con su mujer y luego con su hija. Y si de manera excepcional en películas como "La mala educación" o "Hable con ella" daba un mayor protagonismo a los personajes masculinos, aquí lo hace con el que interpreta un Antonio Banderas que, afortunadamente, ha abandonado buena parte de sus tics aunque no llega a la interpretación magistral que la historia requería. Le falta solidez, credibilidad, llenar la pantalla,... y ese es uno de los principales "peros" que se le pueden poner a la película. (Pienso en lo que podría haber dado de sí el personaje de Robert en un actor como Javier Bardem o, mejor aún, en la piel de un siempre inquietante, profundo y atractivo Luis Tosar...)
Lo mejor, con diferencia, de "La piel que habito" es Elena Anaya y su personaje. La actriz porque tiene una mirada poderosa, un cuerpo que interpreta y una belleza que va más allá de lo físico. El personaje porque encierra tantas aristas, abre tantas puertas, que es el sostén de una película que en casi todo su metraje se halla al borde mismo del naufragio. Son maravillosas sus miradas, sus ejercicios corporales, su arte en la pared. El arte que salva. La imitación de Louise Bourgeois. Los jirones de tela para hacer un cuerpo. Las fechas escritas sobre el muro. La búsqueda de un mundo interior. En Vera hay toda una tesis a desarrollar sobre el cuerpo como esqueleto de las emociones, como vehículo del arte, como geografía de las pasiones.
"La piel que habito", además de una tragedia sobre la venganza, sobre el deseo como motor de las acciones, sobre la necesidad de sentir la piel de otros en nuestra piel, es una laberíntica reflexión sobre la esencia del ser humano. Sobre la imposibilidad de modificar la mirada si, bajo una piel distinta, sigue habitando la misma cabeza, el mismo corazón, el mismo vientre. Sobre el absurdo posmoderno de querer construirnos identidades artificiales. Sobre las sutiles fronteras que acaban existiendo entre lo masculino y los femenino (en este sentido, la película es muy queer).
La piel que habitamos es una casa. Sus habitaciones son muchas y diversas, construidas con materiales quebradizos y decoradas con la narración de nuestra vida. Es a veces una máscara, otras una funda, en ocasiones una caricia y casi siempre una coraza. Podemos cambiarla, prestarla, darle la vuelta, pero eso no supone que las habitaciones sean otras.
Al fin, "La piel que habito" es, como la mayoría de las películas de Almodóvar, y como canta Concha Buika en una escena, una historia tremenda sobre nuestra absurda, pero inevitable, necesidad de amar. De todo lo en ocasiones somos capaces de hacer "por el amor de amar".
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